CUENTOS DE RICHAR PRIMO

Cuentos de libros como "Epistolario de Javier", "Lima a Tientas", "Cuentos de la ciudad" y otra colecciones

miércoles, 16 de diciembre de 2015

DE "CUENTOS DE LA CIUDAD"



LA MALDICIÓN DEL CAPITÁN

      -        Espera, Isaac, no abras - dijo Mateo.
      -        ¿Qué pasa, ahora? - preguntó Isaac. 
      -        Allí están otra vez.
    -   ¡No puede ser! - exclamó Isaac y retiró la mano del picaporte con un movimiento rápido y asustado - ¿Estás seguro?
   -  Sí. Están en el techo – respondió Mateo, mirando hacia arriba, a la techumbre de calaminas oxidadas y vigones carcomidos que se extendía sobre ellos.
    -        Pero, Mateo, ¿cómo es que lo saben?
    -        No sé  - contestó Mateo, con la voz casi como un susurro -; pero están por allí, esperándonos.

Isaac trató de oírlos, pero no estaba seguro de que esos ruidos - que aparecían de vez en   cuando - pudieran ser ellos o solo el viento que barría el polvo de los techos y movía cautelosamente las cosas abandonadas en las azoteas. «Maldita la hora en que nos metimos en esto», masculló. Luego se fijó en el rostro de su cómplice; lo vio desencajado, pálido. El reflejo amarillento de la luz de las velas reverberaba en sus ojos atemorizados. Isaac mismo estaba asustado. Tal vez más confundido que asustado: pensó.

-        Son ellos o solo estamos alucinando, Mateo – dijo él, tratando de calmar no solamente a su cómplice, sino a él mismo.
-        Son ellos – susurró  Mateo –, son ellos -  con la voz amarrada, pero contundente  – Ellos saben caminar así, sin hacer ruido; pero allí están.
-        ¡Carajo! – masculló Isaac –. Esto es una locura.

Había dos velas que alumbraban débilmente desde el centro de la mesa.  Las flamas eran apenas unas lenguas minúsculas y parpadeantes. A ratos, todas las cosas de la habitación se hacían muy  borrosas bajo las sombras:  un anaquel repleto de pomos sucios, una cocinilla de kerosene, algunos latones oxidados, varias hileras de botellas arrinconadas junto a una las paredes. También había otros trastes y bultos, ya indescifrables bajo la escasa luz.

-           Entonces lo que gente decía era cierto, ¿no? – dijo Mateo.
-           ¡Cállate! – le ordenó Isaac – Nos metes más miedo.
-           No debimos matarlo – profirió Mateo, alterado, pero sin levantar la voz, como conteniendo las ganas de gritar.
-           Nadie quiso matarlo - alegó Isaac -.¿No entiendes? Se nos pasó la mano. No quería callarse. Alguien se iba a dar cuenta.
-           Sí. Ellos se dieron cuenta.

Solo entonces, Isaac tuvo la certeza de que ellos estaban moviéndose por los techos. Finalmente, los había oído. Entre los sonidos monocordes de los trastos de la azotea que eran empujados por el viento, y los golpes secos de las maderas golpeándose contra los ladrillos. Allí, entre todos los ruidos de la noche, creyó oírlos: agazapados, metódicos, calculando sus pisadas.

-           No podemos quedarnos aquí toda la noche - dijo entonces -. Los vecinos pronto se van a dar cuenta  – buscó serenar su voz, tomar el control. Sacudió a su cómplice - ¿Me oyes, Mateo?
-           Sí, sí te oigo, pero espérate un poco, por favor, solo un poco – resopló Mateo –. Yo sí les tengo miedo… Quieren vengarse.
-           ¿Qué dices, Mateo? -  exclamó Isaac - ¿Te das cuenta de lo que estás diciendo?

          Isaac era más alto. Estaba vestido con unos pantalones de dril y una camisa oscura. Tenía ahora el cabello desgreñado y húmedo. En el lado derecho de su rostro trigueño, había unas manchas de sangre, sin embargo,  no tenía ninguna herida. Mateo era algo más ancho y con el cabello hirsuto, de rostro más redondo. En  el lado derecho de su  camiseta verde, también había unas manchas de sangre que ya se habían resecado
-           Sí, me doy cuenta – replicó Mateo -. Y por eso estoy asustado. Ellos lo querían y ahora están enfurecidos.

          El robo lo habían planeado con mucho cuidado. Creyeron haberlo calculado todo. Incluso habían postergado la fecha varias veces por pequeños desajustes en los cálculos.  Tenía que ser perfecto pues iba a ser el robo grande, el robo que los iba a sacar del Cerro para siempre.
          Isaac golpeó rabioso la pared y un dolor punzante invadió sus nudillos. «Así no debía suceder». La longitud de las velas era cada vez más corta. El triangulito que formaba la flama parpadeaba y,  a ratos,  parecía extinguirse.
          Entonces, cerrando los ojos, trató  de oírlos otra vez. Buscó imaginarlos. Y entonces logró advertirlos. Allí estaban: sigilosos, avanzando casi a tientas por la techumbre irregular de calaminas, maderas y fierros. Los ojos fosforescentes. Luego, fue un poco más allá y también alcanzó a ver el sendero terroso, alargado y curvo que descendía por las faldas del cerro hasta la pista principal, y vio también la hilera de casuchas que anidaban las débiles luces de sus lámparas y velas.  Imaginó, asimismo, el cielo estrellado, cercano, tranquilo, casi lanceado por la punta cónica del Cerro.  Cuestión de abrir la puerta - pensó - y salir corriendo sin mirar a nada ni a nadie, y bajar a toda prisa, pero sin resbalar en los charcos que  dejaban las lluvias, y correr más, hasta dejar toda la pesadilla de esta noche, correr hasta dejar todo muy atrás.

-           Vamos, Mateo, ya hemos esperado bastante, salgamos de una vez – dijo Isaac.
-           Pero ¿por dónde?
Isaac caviló un momento. Tenía los ojos inyectados y la apariencia de un joven débil y totalmente extenuado.
-           Por la ventana del otro cuarto - dijo finalmente
-           Pero Isaac - replicó Mateo, temeroso, como midiendo el volumen de sus palabras - el cuerpo del Capitán  está allá.
Isaac guardó un silencio sorpresivo por unos instantes. Luego:
-           Lo que está muerto ya está muerto – respondió, estrujando fuertemente el brazo de su compañero.


          Isaac y  Mateo se conocían desde niños, pero solo se hicieron amigos mucho después, en la adolescencia,  mientras se encontraban, de tanto en tanto,  vagando por los mismos  lugares. En aquel tiempo, Mateo ya se ayudaba como voceador para llenar los ómnibus con pasajeros en un  paradero de la avenida San Juan. Trabajaba por las mañanas y le quedaba todo el día para vagabundear. Ya no iba a la escuela desde que  había terminado la primaria. Isaac, en cambio, aun cuando  faltaba mucho, seguía  yendo a la escuela y estaba por terminar la secundaria en un pequeño colegio público del distrito. Mateo tenía padres, pero ellos no podían ayudarlo mucho, y él no se hizo problema con eso.  Cachueleaba tranquilo como llenador de ómnibus sin extrañar el colegio. Isaac, por el contrario, era huérfano, pero vivía con una tía materna cuyo negocio le permitía ayudarlo con los estudios sin reclamarle gran cosa. Por eso, Isaac había llegado a la adolescencia sin mucho control. Por alguna razón, había alimentado un sordo resentimiento casi contra todos. Sentía que odiaba todas las formas de vida que había conocido hasta allí. Presentía que, más allá del gran Cerro erizado de viviendas menesterosas en donde había crecido, había un modo de vida diferente que lo estaba esperando. Empezaron a robar pequeños objetos  por exigencia de Isaac.

-           Está bien - dijo Mateo limpiándose el rostro con las palmas de sus manos -. Está bien.  Vayamos al otro cuarto - expulsó el aire de sus pulmones con fuerza -. Tú llevas la bolsa  y yo la vela.

          Todos los sábados, el Capitán llegaba temprano y se encerraba desde antes de que cayera la noche.  Ya no salía hasta la tarde del día siguiente.  Isaac y Mateo habían controlado esa rutina por varias semanas, y aunque nadie se los había confirmado, estaban seguros de que los sábados eran los días de las cuentas del Capitán: tiene que ser, Mateo, tiene que ser.  No tiene parientes, vive peor que cualquiera, no gasta casi en nada, vende todo lo que recoge, es más que fijo que tiene mucha plata y que la esconde en el colchón:  viejo miserable.
Hubo un tiempo en el que anduvieron con otros vagabundos, y hasta se aunaron a una pandilla, pero al final siempre volvían a quedarse solos.  Desde el  principio, Isaac se había constituido en el jefe sin que mediara ninguna oposición por parte de su compañero.  Isaac era violento, y muchas de las riñas que habían tenido entre ellos o con los  compinches ocasionales que a veces tenían, eran originados por su temperamento irascible y vengativo.  No solo era eso. Mateo muchas veces le reclamaba que fuera tan violento con las víctimas a las que robaban.  «Como si los odiaras, por las puras», le increpaba.

-           Mejor encendemos otra vela - dijo mateo.
-           Esta es la última - respondió Isaac.
-           Se van a dar cuenta, seguro que se van a dar cuenta.
-           Tranquilo – lo calmó Isaac - .Te aseguro que salimos de esta - Puso una mano sobre el hombro de su compañero -. Ya vas a ver que no pasa nada.
Avanzaron casi reptando hasta la puerta que daba al segundo cuarto. Desde allí, podían salir por la ventana que daba hacia el patio trasero, un corral abandonado que el Capitán usaba para guardar más trastos. Luego: la calle.
-           Tú abre Isaac, yo te alumbro.

Al Capitán se le veía poco, pero se le reconocía siempre, aun desde lejos. Un viejo de mediana estatura, ya algo jorobado y con la cabeza cubierta con un desbaratado quepí de oficial. Le decían capitán porque una de sus extravagancias más conocidas había sido usar siempre un viejo casacón verdoso con tres líneas negras en ambas hombreras pintadas con carboncillo. El rostro oscuro, los ojos ocultos detrás de unos gastados  lentes negros.  Vagabundeaba por todos los senderos del Cerro y por los otros altozanos de San Juan. Siempre recogiendo objetos de los basurales o comprando a precio de  remate todos los trastos viejos a los que pudiera sacarle luego algún precio en los mercadillos de segunda. A veces deambulaba  en triciclo y otras a pie, con un enorme costalillo que chirriaba tenebroso sobre sus hombros.  El Capitán, para muchos, había existido siempre. Tenía esa edad indescifrable que lograban los errabundos curtidos.  Incluso el habitante más veterano de esos barrios  podía recordarlo como el  ropavejero más escalofriante de su niñez: el Capitán de lentes negros amarrados a su cabeza con una soguilla; el ropavejero que escarapelaba las tardes con su turbadora presencia de espantajo. El viejo que  subía  y bajaba  por los caminos descalabrados del cerro, precedido por un coro de ladridos de perros encabritados con su llegada.
-        De acuerdo, de acuerdo, yo abro, pero alúmbrame bien, no tiembles.

          Isaac empujó la puerta de la segunda habitación con la punta de los dedos y hubo un crujido largo de bisagras. La luz mortecina de la vela fue entonces descubriendo, lentamente, los fragmentos terrosos de sus paredes y luego, el colchón despanzurrado, el catre, el perfil quebrado de un ropero, la luz plateada del cielo filtrándose por entre las rendijas del techo desbaratado. ¿Y el viejo?  ¡Carajo! ¿Y el cuerpo? La mirada de ambos para entonces se había dirigido hacia un rincón vacío  de la habitación en donde ahora solo había unas manchas de sangre algo resecas sobre el suelo terroso.  «Ya no está, Isaac, el viejo ya no está» Estupor. Desconcierto. Turbación.  Isaac parecía aturdido. El cuerpo de Capitán ya no estaba. Mateo estaba aterrado. «Entonces era cierto lo que decían», vociferó, «era cierto», se llevó las manos hacia sus cabellos hirsutos: «ellos estaban con él».
-           ¡Carajo!, Mateo, ¿de qué hablas?
-           Ellos, ellos, ¿No te das cuenta de que ellos están aquí?
-           ¡Cállate! – vociferó ordenó Isaac – Los vecinos nos van a oír.
-           Eso ya no importa. Ellos lo saben. Ellos se llevaron al Capitán.
-           El viejo se puede haber ido solo, imbécil – interrumpió Isaac -. Quizás no estaba muerto y al despertarse se ha escapado.
De pronto,  dejó de hablar  para levantar la mirada sosprendida hacia la techumbre de calaminas y tablas.
-           Óyelos - dijo Mateo - están por todas partes.

          Una noche, Isaac contempló el camino terroso que descendía hasta la avenida San Juan. Se quedó un largo rato observando  la larga calzada  de asfalto que después desembocaba en una avenida  mucho más amplia que penetraba en el  hervidero de luces multicolores de la gran ciudad.  Aquella vez, cogió  por un brazo a su compañero y le dijo, hay que salir de aquí. 
          El Capitán vivía en la parte más alta del cerro, en una casa de adobes que la gente solía esquivar. Isaac y Mateo habían acechado la casa del viejo varias veces. Ebrio a veces, el Capitán llegaba a su casa dando tropezones  y arrastrando sus zapatones viejos sobre los cascajos de las veredas. A veces, balbuceaba frases impenetrables mientras abría el candado con el que aseguraba su puerta. En otras ocasiones, susurraba melodías extrañas.  Muchos aseguraban haberlo escuchado cuando él amenazaba a los vecinos con maldiciones y pactos con dioses extraños.


-           Ya están en la otra habitación – dijo Mateo. Y ambos corrieron a cerrar la puerta. Isaac tuvo la impresión de haber tardado una eternidad en alcanzar la puerta. La vela cayó, alumbró un poco más y luego se apagó.  Los dos se mantuvieron apoyados contra la madera negruzca de la portezuela.   Aguzaron los oídos tratando de oírlos.
-           Esta vez los viste ¿verdad? - preguntó Mateo, acezando.
-           No vi nada, tuve miedo y cerré la puerta.
-           Por poco, Isaac, por poco.

          Dicen que entraba a su casa, que corría el cerrojo, se quitaba el quepí, encendía el mechero de la hornilla, luego calentaba las sobras de comida que había conseguido y los repartía en varios platos de latón sobre el suelo de  tierra apisonada, y que luego los llamaba con susurros de animal.  Dejaba sobre la mesa los objetos del costal, contaba los billetes arrugados que extraía de sus bolsillos, los iba alisando con las palmas mugrosas y seguía ronroneando. Le quitaba el candado a un baúl antiguo que escondía debajo de su cama, guardaba los billetes junto a los otros fajos de dinero, los acomodaba como podía, cerraba el baúl, y solo  entonces, poco a poco, ellos comenzaban a salir de todos los rincones: fosforescentes y sigilosos,  pequeños y grandes, pugnando por un lugar junto a los platos.  Dicen que el Capitán se acercaba a ellos cuidadosamente, doblando sus piernas para que sus manos huesudas alcanzaran a tocar sus cuerpos rumorosos que entonces se arqueaban dóciles y suaves. Esperaba a que terminen  de comer,  siempre ronroneando, y que luego todos ellos  ronroneaban con él, y que entre el capitán y ellos había una extraña relación, casi perniciosa.
-           Tú lo odiabas, Isaac,  yo no. Yo sólo quería su plata para salir de esta miseria – le reclamó Mateo - ; pero tú en cambio querías matarlo, querías sentirte el valiente y mira ahora.
-           Estás hablando huevadas,  Mateo – le increpó Isaac, y quiso decir algo más, pero se detuvo asustado porque un intenso rumor comenzó a crecer sobre las calaminas.

Esta vez, también él los había oído nítidamente, como si arreciaran por todos los flancos: ¿Cuántos había? Las calaminas volvieron a vibrar con más violencia, y Mateo parecía estar más aterrado.
Isaac tanteó en la oscuridad hasta encontrar la bolsa, palpó el dinero. Volvió a amarrar la bolsa, respiró hondo. «No quería matarlo, Mateo», dijo Isaac, «pero no quería soltar la plata»,  algo asustado, «yo solo quería que lo soltara», tratando de justificarse, «yo solo quería la plata, pero él me golpeaba, y yo le decía que se quedará quieto, pero el viejo, nada». Isaac respiró profundamente mientras iba recordando «y entonces el Capitán  se me quedó viendo fijamente, con esos ojos que parecían estar brillando», resopló asustado, «tú tendrías que haberlo visto, Mateo, y entonces me entenderías, eran unos ojos como los de un animal enfurecido» Miró, desamparado, a su compañero.

-           Salgamos, salgamos de una vez – lo espabiló Mateo.
          Isaac cogió la bolsa con fuerza y se levantó. Descorrió el pestillo de la ventana, y sin abrirla todavía, atisbó por la rendija más baja: las débiles luces de las casas parecían pestañear en la noche. Luego levantó, cuidadosamente,  la tabla que cubría la ventana. Esperó unos segundos, atento a lo que pudiera pasar. Se oyeron unos ladridos lejanos. Después levantó totalmente  la tabla, y por un momento tuvo una  grata sensación de alivio. El viento de la noche tanteó frescamente  su rostro.  Y cuando ya el impulso de sus piernas estaba por lanzarlo hacia afuera, hubo algo que lo detuvo en un fragmento de tiempo insondable, algo como una ráfaga áspera que hirió sus ojos antes de saber con exactitud la forma del atacante.
Quiso cerrar la ventana, pero lo detuvo el presentimiento de una multitud de formas rumorosas precipitándose por ella, y solo atinó a ovillarse instintivamente, sin retirar las manos de sus ojos heridos y oyendo confusamente el estrépito de una batalla que parecía  llevarse los gritos de Mateo muy lejos, junto con los ruidos secos de un destrozo general que ya no podía ver ni imaginar porque sus últimos momentos de lucidez estaban copados con el confuso temor de que unos ojos extraños, como los del Capitán, le habían arrancado la luz y la vida.


jueves, 10 de abril de 2008

DE LIMA A TIENTAS


LA DECISIÓN DE ARTURO


La pistola estaba  en el primer cajón de la cómoda. ¿Tendría tiempo para sacarla de allí? Dudó. Estaba muy lejos de la cómoda,  del otro lado de la cama,  y ellos ya iban a terminar de  forzar   el cerrojo de la puerta. No había tiempo para correr hasta el mueble.  Las palpitaciones de su corazón se aceleraron.  Carajo. Venían a matarlo. ¿Tal vez si se deslizaba agachado por detrás de los muebles? Pensó. No, tampoco había tiempo. Las sombras de los dos individuos que manipulaban la cerradura  se veía nítida  a través de las cortinas de la ventana. Contuvo la respiración. Trató de pensar en otra salida con rapidez.  Era seguro que no sabían que él estaba allí, de lo contrario hubieran tratado de ser más silenciosos para abrir la cerradura. Probablemente pensaban esperarlo dentro de la habitación y atraparlo cuando llegara. Se aterró. Entonces pensó en la posibilidad de saltar por la ventana que daba al patio interior. Maldijo. No se podía. Había dos pisos de altura y, abajo, esperaba un jardín alambrado. Toda la camisa se le había humedecido en unos cuantos segundos. Sentía flojas las piernas. ¿Si gritaba pidiendo auxilio? Tal vez el alboroto en el edificio y el ladrido de los perros pudieran espantarlos. Claro que no, se percató,  antes del segundo grito ya estaría muerto de un balazo.
Cuando finalmente los dos hombres entraron, la habitación lucía silenciosa y deshabitada, apenas iluminada por la luz de la calle que se filtraba por entre las cortinas. Los hombres, después de haber cruzado el umbral,  se quedaron inmóviles por unos momentos. Luego cerraron la puerta y caminaron parsimoniosamente por la pieza como si estuvieran familiarizándose con ella. Desde debajo de la cama, Arturo veía parte de esas siluetas desplazarse por el cuarto: dos pares de piernas que terminaban en botas de campaña, disimuladas dentro de la boca de unos pantalones oscuros. El sonido de sus pasos era seco. Supo que estaban hurgando en su closet  porque  sus trajes iban cayendo por el piso. ¿Buscaban algo o solo indagaban para conocer un poco las costumbres de su futura víctima? Si buscaban algo y no lo encontraban, pensó, significaba que no iban a matarlo de inmediato cuando la atraparan, sino luego de sacarle información. Pero si yo no sé nada, maldijo. Escuchó que los vecinos del piso inferior discutían por algo de la comida y que uno de ellos vociferaba que era mejor morirse que vivir esa tragedia. ¿Por qué no subes acá, viejo pendejo?
Uno de los asesinos se sentó en la cama y él se aterró más. Los resortes de la cama rechinaron y por un momento creyó que todo el armatoste iba a ceder.  Contuvo la respiración y después de unos segundos buscó soltar, con la mayor suavidad, el aire contenido en sus pulmones. Los pantalones oscuros y las botas desmesuradas de su perseguidor estaban tan cerca. El otro, que probablemente miraba por la ventana interior, tenía las botas  más gastadas.
-       ¿A qué hora crees que vendrá? – dijo el que estaba junto a la ventana. Tenía la voz gruesa y un leve dejó selvático.
-       No más de las once – contestó desde la cama el hombre que tenía la voz casi como la de un niño. 
Arturo trató de imaginar la cara de esa voz infantil que contrastaba tanto con su sórdido oficio, pero estaba muy asustado para organizar sus imágenes.
-       ¿Cómo sabes eso?
-       Ese el dato que nos dio la persona que nos encargó el asunto.
-       ¿Qué mierda habrá hecho, no? – dijo el hombre del dejo selvático luego de un rato.
-       Eso no importa –  contestó el otro. Después de un rato, quizás luego de darle una chupada al cigarrillo - .Pero una cosa, Charapa, cada quien tiene lo que se merece, según en lo que se mete.
-       O sea que sí sabes.
-       De todas maneras, no nos debe interesar
-       Cierto, si nos pagan, no se pregunta.
Sintió ganas de gritarles que él tampoco sabía  por qué lo iban a matar, que a lo mejor había una confusión, que las cosas no tenían que ser de esa manera, que podían arreglarlo, que todo tenía un arreglo, que por favor, en verdad, él no quería morir de esa manera. ¿De qué manera, entonces? Cojudo. Se desesperó. Se mordió los puños para no gritar.
-       ¿A cuántos has matado hasta ahora? – dijo el hombre que miraba por la ventana.
-       Por dinero a cinco.
-       Y...
-       Y por otros asuntos, a dos – contestó el hombre de la voz infantil. Luego hubo un largo  silencio.
La sirena intensa de un carro de bomberos alborotó repentinamente la calle. Los perros ladraron furibundos y las voces que venían de fuera parecían tan cercanas. Arturo sintió que los latidos aterrados de su corazón lo iban delatar. ¡Ayúdenme! No obstante, poco después,  los gemidos de la sirena se fueron  alejando y, luego, solo  quedaron los bocinazos esporádicos de siempre. No le fue muy difícil al Círculo decidir su suerte, calculó Arturo: hijos de puta. Imaginó la cara impasible de Amílcar dirigiendo la reunión.  Claro, un cadáver, y se arreglaba la situación: él iba a ser el culpable de todo y allí se acababa el problema. Maldito Amílcar.
-       Para mí es la primera que vez que mato por dinero.
-       Sabrás que es  más jodido.
-       ¿Y eso por qué?
-       Porque es solo por dinero.
-       Ah, o sea que, como no hay motivo, se tiene que ser realmente una mierda.
-       Algo así – se quedó callado por un momento el hombre con la voz de niño.
-       Parece que tuvieras conciencia, Compadre.
-       Todos la tenemos, Charapa.
-       Me refiero a que por eso te sientes como más hijo de puta.
Repentinamente el hombre con la voz de niño cambió de posición y otra vez rechinaron los resortes. Desde su ubicación, Arturo, sentía que  la cama era  más frágil. Trató de serenarse para  volver a analizar su situación. Tenía que haber una salida, siempre había una salida. Estaba atrapado debajo de la cama de su propio cuarto y dos tipos lo aguardaban para matarlo porque, al parecer,  él ahora era más útil si aparecía muerto. Seguro que lo habían decidido hacía solo unas horas. Siempre se había dicho que existía un plan de seguridad en caso de que peligrara el Círculo. Miserables.
Vamos Arturo, piensa. De pronto se entusiasmó. Se dio cuenta de que ellos lo estaban esperando y de que él no iba a aparecer por esa puerta. Claro, ellos se tenían que cansar más tarde o más temprano de esperarlo. Además, ya no iban a buscarlo por las habitaciones  ni debajo de la cama. Tenía una oportunidad. Solo tenía que estarse quieto.
-       Tiene que haber sido algo muy  malo lo que hizo - dijo el hombre del acento selvático –.Nadie paga por la muerte de otro así por las huevas.
-       Puede que sí. Si eso te hace sentir tranquilo, está bien, créelo.
-       Sí,  eso me hace sentir bien – respondió el hombre desde la ventana
-   En todo caso, acuérdate de  que no hay que  demorar mucho en estas vainas – recomendó el de la voz de niño. Poco después, se oyó el crepitar  de un fósforo – Solo lo necesario – Luego, el olor del humo dulzón de un cigarrillo volvió a llenar  la habitación.
-       Tranquilo, profesor, - lo interrumpió el Charapa -  su compadre también sabe darle vuelta a un punto sin tanta alharaca.
-       Entonces no he dicho nada.
-       Lo siento, Compadre – dijo después de un rato Charapa. Con un leve tono de disculpa -  pensé que dudaba de mi currículo. Acepto sugerencias.
-       Solo digo que la cosa debe ser rápida – respondió el de la voz de niño, ahora con un tono de resentimiento.

Arturo sabía que esto le podía suceder desde que entró al Círculo. Pero, claro, como a él no le tocaba más que  hacer el reglaje del objetivo; es decir, anotar su  rutina, los amigos que frecuentaba, sus  horas de salida y de llegada, pensó que estaba a salvo. Algunas fotografías, algunos pequeños planos y todo dentro de un fólder para después entregárselo a Amílcar. Listo. No debía enterarse de mucho, no debía acercarse mucho a ellos para no despertar sospechas. Era la jugada perfecta para tener dinero. Un grupo organizado de tal manera que podía romperse por algún lado, y la cosa continuaba  sin joderlo todo. ¿Me entiendes bien, Arturo? Ahora todo ese dinero sería por las puras porque ni siquiera le había dicho a Elena dónde estaba la plata. Aunque, en verdad, no había pensado decírselo en ningún momento a ella, porque nada era seguro con las mujeres; pero, claro, ahora estaba lo del bebé. Dios. Sí quería conocerlo. Sintió otra vez que la rabia lo invadía. No tenían derecho los del Círculo a sacrificarlo a él sencillamente porque era el lado más débil.  Elena, si supieras todo esto.
-       Falta que el punto se haya ido por unas cervezas.
-       Tiene que llegar de todas maneras – dijo el hombre de la voz de niño -.Tenemos que enfriarlo esta noche -. Otra vez un largo silencio. El olor del cigarrillo a ratos era más intenso.
-       Si fuera un político, lo haría con más ganas, sabes. A ellos sí que les tengo hambre.
-       ¿Los políticos? ¿Y qué te han hecho a ti  los políticos?
-       Ellos son los culpables de todo – dijo el hombre del acento selvático – por ellos las cosas andan tan mal en este país. Tal vez por eso tú y yo estamos haciendo lo que hacemos.
-       Esas son huevadas, Charapa.
-       Me vas a decir entonces que a ti te gusta chambear  en esto.
-       A nadie que esté cuerdo el gusta ir matando gente porque sí. Pero las cosas se van dando y entonces uno es lo que es.
-       Las cosas son así porque hay gente que se ha encargado de joderlo todo.
-       Cambiemos de tema, Charapa. Me cansas cuando llegas a tus rollos.

Sintió que la pantorrilla izquierda se le iba a acalambrar. Carajo. Buscó relajar las piernas, pero sin moverse. Los asesinos se habían mantenido en sus lugares sin mayor impaciencia,  como acostumbrados a esperar. Claro que estaban habituados a esperar, pensó.  De día, seguro que eran  policías que pasaban  horas haciendo vigilancia y por las noches, alguna que otra al menos, se ganaban la vida  así: asesinando por dinero. Maldita la hora en que se había metido en todo esto. Pensó en las armas que sus asesinos debían guardar en la pretina o en alguna bolsa como lo hacía el Segundo de Amílcar cuando salía en misión. De pronto se imaginó, a sí mismo,  peleando inútilmente contra sus asesinos hasta que, repentinamente, un dolor ardiente  le destruía las entrañas  y lo ahogaba en su propia sangre. Dios, exclamó en silencio, debía tener paciencia. Respiró lentamente: en algún momento se iban a cansar. Pensó en Elena.  Tal vez no volvería a verla. Elena embarazada. Un hijo cuando menos se lo esperaba. En verdad, las cosas se le habían complicado rápidamente en las últimas semanas, porque no solo era el asunto del embarazo, sino que a ella se le había dado por decir que podía abandonar  a su marido para quedarse con él. Esas cosas que tenía Elena, creer que podía haber algo más entre ellos. Y claro que eso parecía  justo; pero él no lo había pensado. En verdad ni siquiera  había pensado en tener una familia.  Sin embargo, ahora que existía la posibilidad de quedar fuera del juego, la sensación de no dejar nada en esta tierra que diera cuenta de su existencia, lo aterraba. Ojalá naciera ese bebé, y que con el tiempo se enterara de que Arturo Saravia  sí había existido. Pero qué huevadas, se recriminó, él no iba morir,  no al menos esa noche, no iba aceptarlo.
-       Con una media docena de trabajos bien pagados, yo luego me salgo de esto, Compadre.
-       Claro, presentas tu carta de renuncia y luego pides indemnización.
-       Quiero decir que ya tendría el billete para largarme a los Estados Unidos.
Ahora la voz del Charapa se volvió incomoda, resentida. Una colilla de cigarrillo cayó muy cerca de sus botas. La brasita demoró un poco en extinguirse.
-       Y me vas a decir que allá ya no harías estos trabajitos – dijo el hombre desde la cama  con voz de aburrimiento – .Me vas a contar que te volverías un patita retirado y… hasta decente.
-       Vete a la mierda,  técnico Perales. Yo no voy a ser toda la vida un policía que vive de la pendejada.
-       Bájame el volumen, Charapa, - replicó inmediatamente Perales. A pesar de esa voz infantil, el tono dejó un relente violento suspendido en el aire –. Tienes que saber  que yo no le aguanto pulgas a nadie.

El rumor del agua corriendo por las tuberías como un gemido que venía del baño, los distrajo por unos instantes. Alguien se estaba duchando en el piso de arriba y cantaba una especie de bolero desentonado. Se quedaron callados un buen rato. ¿Cuántas horas ya habrían pasado? No muchas,  porque la rutina de la gente del edificio aún se percibía nítidamente. ¿Y si les hablara? ¿Si les ofreciera dinero? Todo el que había guardado a cambio de seguir viviendo aunque sea sin un centavo. ¿Entenderían? Claro que no. Igual lo iban a joder. Quizá  le dirían que sí solo hasta tener el billete y luego un balazo en la cabeza y se acabó, misión cumplida, somos profesionales. ¿Era así como pensaban? Por supuesto. Al menos, cosas como esas había aprendido con la gente del Círculo. Que se consideraban unos profesionales los hijos de puta; que tenían conciencia  que lo que  hacían les daba prestigio y que, por lo contrario, las cosas mal hechas los hundía en el descrédito general.
Pero, ¿por qué lo habían condenado? ¿Qué había pasado en esos dos días que se alejó para estar con Elena? Maldita sea con ella. Por qué no haberse buscado una hembrita sin rollo, sin problemas, sin marido. Y encima, ahora embarazada.
-       Entonces es verdad lo que dicen de ti  – dijo el Charapa mientras se alejaba de la ventana y caminaba hacia la cómoda.
-       Es verdad qué, Charapa –  preguntó el técnico Perales. Asentó con firmeza ambas botas sobre el piso, como si se hubiera puesto en alerta. Sólo entonces, Arturo pudo ver el bulto que se formaba en el botapié  izquierdo. Allí estaba el arma.
-       Cosas que dicen, compadre, nada más.
-       Dicen qué, Charapa, ya empezaste… Habla.
-       Que el Brigadier Perales  era  tan asado que se plomeó a su propia mujer.

El rumor del agua de pronto se interrumpió. La voz del hombre que se duchaba se fue desvaneciendo paulatinamente. Luego el silencio. Vamos, Arturo, tranquilo - se dio valor - vas a salir de esta.
-       Te voy a decir esto Charapa, por única vez – Perales silabeó cuidadosamente cada palabra, como buscando contener a duras penas su rabia  - Si quieres que terminemos este trabajo, te vas a apagar inmediatamente. ¿Me entiendes?
-       Entiendo, pero tú no me asustas, Perales.
-       Luego cada uno por su lado y se acabó nuestro negocio. Y si te vuelves a meter conmigo, entonces te voy a tocar otra melodía.
-       Como quieras, Perales, y cuando quieras; pero la verdad no era para tanto.
-       Para mí, sí, Charapa; para mí, sí
-       Compadre, nadie del Cuerpo te ha maleteado por eso. Puta madre, yo hubiera hecho lo mismo; es más,  yo me hubiera enfriado a los dos.
-       No quiero hablar de eso, ¿entiendes?

Para Elena todo parecía tan fácil. Dejar simplemente al marido y largarse con él.  Cojuda. No entendía que su marido había sido capitán, y aun cuando ya  estaba retirado, podía tener sus contactos y no parar hasta encontrarlos. Pero Elena era una arrebatada y decía que no, que para el capitán Zavala ella ya no era importante, que él estaba cansado también de ella, que hasta tenía una amante casi oficial, que a fin de cuentas sería cosa de sólo unos días y luego, incluso, hasta podrían regresar. Sólo que Elena no entendía que quien no quería irse con ella era él: Arturo Sarabia, ahora escondido debajo de su propia cama con el pánico por una mala muerte.
El técnico Perales se había puesto de pie y caminaba distraídamente. Luego se detuvo  cerca de la cómoda. Arturo se asustó. Si abría el cajón izquierdo superior y se fijaba con cierto detenimiento se daría cuenta que bastaba con tan solo levantar una falsa tapa para hallar el arma. Sintió que otra vez se le congestionaban los latidos. La cosa más irónica iba a ser que lo mataran con la pistola que le había dado el propio Amílcar, para casos extremos. Amílcar, éste es un caso extremo,  pero tu maldito fierro no me va ayudar. 
Contuvo un suspiró cuando Perales se alejó de  la cómoda. Tranquilo, pensó Arturo, no iban a usar el arma porque no lo iban a encontrar. Saldría de ésta. Las botas del Charapa seguían en su misma posición junto a la ventana. Claro, desde allí se podía ver parte de la Vía Expresa que, de noche, parecía una vorágine de luces corriendo en ambos sentidos. Hacia la izquierda estaba el puente peatonal y a solo cuatro cuadras más allá, en un edificio de pequeños departamentos, estaba Elena, seguramente en su cama y acariciando disimuladamente su vientre embarazado.
-       ¿Y si alguien le pasó el dato al pescadito? – preguntó el hombre que estaba junto a la ventana.
-       Eso está  muy verde, Charapa.
-       Pero podría suceder, porque ya va para rato y el hombre no se nos aparece.
-       Hay que esperar – dijo Perales. Su voz había recuperado el zumbido atiplado de niño –; ya va a llegar.

Súbitamente ambos se pusieron en alerta. Alguien había abierto la reja que protegía todo el cuarto piso. Él también pudo oír el chirrido de los metales y el tintinear de unas llaves. Perales corrió hacía un costado de la puerta para replegarse contra la pared, mientras el Charapa, en tanto,  se escondía detrás de la puerta del baño. Los pasos que parecían reventar en ecos acompasados se fueron haciendo más nítidos  mientras se acercaban hacia la puerta. Arturo escuchó el ruido metálico de una pistola a la que se le quitaba el seguro y sintió pánico: Pero qué cojudo, si no soy yo.
Parecía que los pasos se iban a detener en la puerta. Bien podía ser Elena que, aprovechando una salida de su marido, venía buscarlo. El cuerpo se le puso rígido.  Parecían los mismos pasos apresurados y cortos de ella. ¡No podía ser! Elena, ¿a qué venías a esa hora? Sin embargo, los pasos siguieron de largo y solo se detuvieron al final del corredor. Luego se oyó el ruido de una puerta que se cerraba fuertemente. Arturo sintió que algo en su cabeza zumbaba frenéticamente.
-       Falsa alarma, Compadre  – dijo el Charapa. Luego se desplazó hasta el centro de la habitación -. Este pendejo se ha ido de juerga.
-       No, Charapa, - contestó Perales. Se quedó en silencio por un rato. Luego se volvió a sentar sobre la cama - .A ése le gustan otras cosas más que el trago -  La voz de niño de Perales pareció volverse agria.
-       Entonces usted sabe algo más, mi Técnico.
La pierna izquierda de su asesino estaba tan cerca de él que podía ver plenamente el bulto que formaba la pistola. Seguro que estaba enfundada en una tobillera. Una  pistola de cañón corto, pero igual de mortal si sabían usarla. ¿Y si lo intentaba? Si lo jalaba sorpresivamente desde abajo y alcanzaba a arrebatarle el arma y salía desde debajo de la cama disparando. ¡Imbécil! ¿Como en las películas? Se sintió estúpido. Tranquilo Arturo, es solo cosa de seguir esperando. El Charapa regresó a su lugar en la ventana y encendió otro cigarrillo. ¿Y si hubiera sido Elena la que había caminado por el corredor? ¿En verdad, se había asustado por ella? ¿La quería entonces? ¿Ya la consideraba su mujer y madre de su  hijo?  Arturo sintió un estremecimiento inusual.
También era cierto que todo había avanzado más rápido con la novedad del embarazo.  Ella había cambiado radicalmente desde la confirmación de su estado. Ahora parecía pensarlo todo en función de ese bebé. Le había dicho que su más grande temor había sido no llegar a tener un hijo. Arturo recordó que las dos  peores peleas que habían tenido recientemente eran por la indecisión de Arturo. Tienes que quererlo, le había reclamado ella, tienes que asegurarle un futuro; pero él, aun cuando lo iba entendiendo, se mantuvo en su actitud intransigente. Maldita sea Elena, por esas cojudeces suyas no había llegado a enterarse de que el Círculo había declarado su sentencia: Elena, por tu culpa.
-       La bala había sido para él – dijo repentinamente Perales. Se quedó un rato en silencio -. El maricón  se corrió por la ventana y de rebote le cayó a ella.
-       ¿Usted no quería echársela a ella? – preguntó el Charapa con cautela.
-       Tal vez sí – contestó Perales. Aspiró profundamente el humo del cigarrillo y luego lo soltó con fuerza -; pero la primera bala no había sido para ella.
-       Usted hizo lo que tenía que hacer… Si me permite el comentario.
-       Seguro que sí lo hice – afirmó  Perales – .Sin embargo aún me queda la rabia por no haberme plomeado al mariconcito que se corrió por la ventana.
-       Por allí que lo encuentra cualquier día de estos.
-       Puede que sí, Charapa, puede que sí. Un día de estos,  me lo encuentro.

Tal vez Elena tenía razón. Quizás él era tan malo como ella lo había descrito antes de marcharse  luego de su última discusión. Nunca se había detenido a reflexionar en el ritmo frenético que le estaba dando a su vida: jamás conmoverse, nunca creerle a nadie, siempre aprovecharse de la circunstancias. Hasta antes de Elena, e incluso con ella a su lado, en ningún momento se había dado tiempo para pensar en que ya había sobrepasado los treinta años hacía rato. Era como si tuviera miedo a detenerse y encontrarse con él mismo. Luego,  la noticia de un hijo lo había hundido en una confusión de la que no sabía cómo salir. De pronto su miedo a la muerte se mezclaba con el temor de no ver crecer a esa extensión de su vida: Maldita sea, Elena, estoy pensando en idioteces cuando no debería.
Le dolían los huesos, los músculos, las articulaciones. Sentía que había estado en esa posición por un tiempo infinito. Había tenido todas las horas para  pensar en demasiadas cosas y todas envueltas en la atmósfera estremecedora de la muerte. Por momentos, había sentido ganas de salir de debajo de la cama y entregarse a sus asesinos para terminar con todo de una vez. ¿Cuántas horas ya habían pasado? Supo que se acababa la noche cuando un halo de luz celeste se fue filtrando por la hendidura de la puerta. ¿Hasta cuándo? Si hubiera tenido que moverse de improviso, seguro que no hubiera podido lograrlo. Era como si ya hubiese perdido el control de su cuerpo inerte.

De pronto, los dos hombres se  incorporaron sin que ninguno de los dos dijera algo. El Charapa se fue hasta el baño. Arturo supo que se estaba lavando la cara por el ruido del agua que corría por el lavabo y por los murmullos que hacía el Charapa cuando mojaba su cara.  Luego lo hizo el técnico Perales que primero orinó largamente mientras murmuraba maldiciones por la mala noche. Desde fuera, se presentía que llegaba el amanecer  en el murmullo de algunos pájaros y los ladridos de algunos perros que amenazaban a los primeros transeúntes. El técnico Perales abrió la puerta  cuidadosamente.
-       Cada uno por una calle diferente, Charapa.
-       Entendido, Compadre.
-       Luego, si quiere, nos encontramos en el mercado para un desayuno.
-       Si quiero.
-       Mala suerte por hoy.
-       Y buena suerte para el pescadito.

Aun cuando ya los pasos de los dos hombres se habían difuminado del corredor desde hacía rato, Arturo se quedó debajo de la cama por unos minutos más. Sentía que el miedo había desgastado sus fuerzas  hasta el límite. Luego estiró los brazos y apoyándolos en el borde del catre sacó su cuerpo lentamente. Sentado en la cama, frotó sus piernas y sus brazos por un largo rato. Después abrió cautelosamente la puerta y vio que el corredor estaba libre y que las vecinas aún no habían sacado los maceteros con los que adornaban el pasadizo. Estaba vivo. Se miró en el espejo del baño: los ojos enrojecidos, el rostro ajado, el semblante de un moribundo. Mojó su rostro, lo enjabonó. A ratos la imagen de Elena regresaba nítidamente. Se cepillo los dientes, se peinó. Incluso llegó a imaginar cómo sería el rostro de su hijo cuando cumpliera un año.
Luego se dirigió al closet y sacó la maleta grande en donde cabían las cosas básicas cuando hacía los viajes largos. Era probable que se pareciera a él porque eso solía pasar con los hombres de su familia, imponían sus rasgos. Detrás del sanitario extrajo una bolsa de cuero en donde tenía el dinero que había estado juntando.
Cerró tras de sí la puerta y caminó sigilosamente por el corredor. Incluso era probable que ese nuevo Arturo Sarabia tuviera un destino diferente y mejor. Un futuro en donde no hubiera necesidad de escapar de todo, como él,  para siempre.

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Narrador por vocación, periodista ocasional. Ejerce la docencia en Lengua, Literatura y Redacción Básica y Superior. Ha publicado libros de cuentos como "Epistolario de Javier" (2006), “Lima a tientas“(2012) y "Cuentos de la ciudad" (2014). Además de otros académicos como el libro sobre gramática "La magia de las palabras" (2004), "Ortografía para todos" (2007), “Ortografía breve, escritura fácil” (2013). Colaborador para revistas y periódicos. Ha desarrollado talleres de Creación Literaria para el Museo de Bellas Artes de Lima, Asociación Peruana de Investigación Social. Asimismo, fue miembro de la Comisión Organizadora del Primer Encuentro de Escritores Peruanos en Madrid, España. Actualmente es director de “Punto y Coma Consultores”. Ha sido premiado en concursos como "Las mil palabras" de la revista Caretas y en el concurso "Julio Ramón Ribeyro" de Lima y los Juegos Florales de la UTC.