NO VALE LA PENA
Supongo que las
cosas se terminan cuando tienen que terminarse. ¿Le parece que así está bien? Y
no sé, le digo, principalmente porque no quiero inmiscuirme más de lo que ya
estoy. Veremos, me dice él, y luego de
un rato de reflexión y con los ojos fijos en la pantalla oscilante de la
computadora, me indica que siga escribiendo: Margarita, nadie puede detener las
cosas del corazón y, en ese sentido, no hay nada que agregar a lo que pasó, ya
está, así debió quedar, tú por tu lado y yo por el otro; pero por qué tenías
que hacerla por la difícil, y en verdad eso sí que no lo acepto. ¿O usted qué
opina?, me pregunta. Yo solo escribo, le digo. Pero alguna opinión tendrá que
tener porque está conociendo mi historia. Me perturbo. Usted dicta, yo
escribo, le digo, verifico la ortografía y arregló algunas palabras, ese fue el
trato.
Siento que me mira
con enojo. O sea que usted no sabe no opina como ese porcentaje que sale en las
encuestas, me amonesta. Quiero decir - contesto sin quitar la mirada de la
pantalla de la computadora - que yo no me meto en los problema de los demás. El
hombre se lleva una mano hacia su cabello recortado, luego saca un pañuelo con
el que repasa su rostro cetrino buscando eliminar el brillo grasoso de su
frente. Bueno, escriba entonces: la deslealtad, Margarita, es una falta que
mata más que el desamor. Tú lo sabes porque a ti te pasó lo mismo y me lo
contaste alguna vez y en ese tiempo yo te consolaba. Eso fue en el tiempo en el
que todo iba bien entre nosotros. ¿Sabía usted que nos fue bien en un tiempo?
No, contesto confundido. ¿Sabía que yo era un hombre feliz? Entonces vuelvo el
rostro hacía él. Lo observo. Es un hombre cansado, de rostro cincelado por el
ejercicio y el rigor de una vida de disciplina. Entonces pretendo encoger los
hombros para mostrarle indiferencia; pero no me sale muy bien. La verdad, yo
también quiero sacar un pañuelo para sacarme la fina capa aceitosa que a veces
aparece en mi rostro cuando estoy nervioso.
Siga escribiendo,
me dice poniéndome una mano sobre el hombro: si acaso algo se estaba jodiendo
entre nosotros podrías habérmelo dicho; es decir, tú sabes, Margarita, tal vez te hubiera hecho el escándalo, pero
sabías que yo terminaría entendiéndolo, y seguramente se hubiera buscado una
solución, y si no la había, me iba a dar cuenta, mujer, pues a muchos no nos
gusta pedir algo que ya no hay; pero todo hubiera sido por la legal. ¿Qué le
parece eso de legal? Decidí callar para no complicarme más. ¿Sabía que soy
oficial de la policía? ¿Que defiendo la ley? Me manifiesta, y luego de guardar silencio por un rato, volvió a comentar. Claro que la mayoría de los civiles piensa que
nosotros nos pasamos la ley por los huevos. De pronto, se oyó el ruido ronco y
envejecido de un automóvil en la calle. Yo no digo nada, miro la pantalla, sólo
espero que me dicte más palabras. Más bien estoy pensando en cuál era el
segundo nombre de Camila.
Me comienzo a
inquietar. Ella no me lo había dicho, decía que no le gustaba ese segundo
nombre porque era muy común, aunque reconoció que era el que más usaba o con el
que más la conocían. ¿Podría ser? Pienso. Me asusto. Un hombre me interviene cuando estoy sentado
ante la pantalla de una computadora de una cabina pública. Me habla muy bajo,
pero con una voz determinante. Me pide que le escriba una carta. Le digo que
no, que estoy ocupado. En ese lugar, las
cabinas están a medio llenar y la música
de una radio deambula muy débil por el ambiente. El encargado es un hombre
gordo y abúlico que medio dormita
sentado cerca de la computadora principal. Nadie se da cuenta de lo que está
pasando en la cabina número doce, la más escondida. El hombre vuelve a insistir
con demasiada autoridad y yo estoy un tanto mal humorado y aun no tengo miedo,
por lo tanto, me vuelvo a negar con aplomo y casi con desprecio. “Le conviene,
amigo”, me dice y vuelve a insistir: “Hágame caso, le conviene”. Lo miro bien.
¿Cómo podía ser que a esa hora de la tarde se aparezca un tipo a pedirme con
tono de amenaza que le redacte una carta? Vuelvo a mirar a mi alrededor: nadie
se había inmutado.
Entonces siento que
aquél me ganó por intimidación. No estoy seguro si el bulto que se camufla bajo
su chompa a la altura de la cintura es un arma, pero él hace toda la pose como
para creérmela. Finalmente acepto. Entonces me pone una mano en el hombro como
para tranquilizarme y me indica lo que pretende. Y yo pienso que eso me tomará
solo un rato y que lo mejor es dejar pasar el mal rato lo más pronto. Escriba,
me ordena: entiendo que el servicio y mis guardias tan constantes nos tenían
separados por mucho tiempo; pero eso ya lo sabías desde que aceptaste estar
conmigo. Calló por un rato. Sus ojos se turbaron. Mientras, yo me pregunto: ¿Cuál
era el otro nombre de Camila? ¿Se llamaba en verdad Camila? Siga escribiendo me
ordena: Margarita, aceptó que es difícil estar con un hombre de mi ocupación.
Sé que pocos creen que los de uniforme podemos enamorarnos. Pero a veces sucede
que nos enamoramos, como yo lo hice de ti. ¿Usted también piensa que los
policías somos una mierda? Yo dejo de teclear: No. Y él: ¡Si cómo no! ¿Por qué
hay gente que se mete con la mujer de otro? Se ofusca: ¡Carajo! ¿No hay
suficientes mujeres por allí? Me mira directamente y presiento que me odia, que
me lo va a decir, que no entenderá razones, que yo tampoco las entiendo bien;
casi vaticino que va a sacar el arma. Y yo ya no estoy seguro de la sinceridad
de Camila. La traición, Margarita, dice él, es lo que más duele, más que un balazo. La
confianza que se le empieza a tener a alguien. ¿Entiendes? Me mira. No sé si me
está dictando o me está preguntando. No es fácil creer en alguien. Aquí es la
selva y cada quien es un pendejo que está buscando sacar provecho y uno tiene
que vivir sin creer en nadie. Cierra los puños. Su rostro aun parece impasible,
solo sus ojos casi inyectados lo delatan. Por lo demás, pareciera que su rostro
no había aprendido a entristecerse. Yo
pienso en Camila y en la estupidez de no haberle preguntado más sobre el novio
que tenía. Ella tan solo me dijo una tarde: sí te acepto, ahora somos
enamorados, y te quiero.
Ahora el hombre me
mira otra vez. Suspira. Se queda un largo rato en silencio como como cavilando.
Luego dice: No vale la pena. Guarda su pañuelo. Me pone la mano sobre el
hombro. Déjalo así. No vale la pena. Pensaba mandárselo a su correo, pero no
vale la pena. Gracias por la molestia. Me vuelve a mirar pero como si ya
estuviera alejado: Teniente Silva, de la comisaría de Magdalena del Mar para
cuando gustes. Adiós.
Luego de un rato,
recupero el aliento y el ritmo controlado de mis latidos. Miro las letras en la
pantalla y alcanzo a sentir la pena total de un hombre ahogándose entre los
sustantivos y los verbos que se extendían en esa página sin terminar.
Después llevo el
cursor hasta la última línea y comienzo a borrar palabra tras palabra. En
verdad, pienso, no valía la pena
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