Cuentos de libros como "Epistolario de Javier", "Lima a Tientas", "Cuentos de la ciudad" y otra colecciones

viernes, 26 de enero de 2007

NUEVOS CUENTOS



NO VALE LA PENA


Supongo que las cosas se terminan cuando tienen que terminarse. ¿Le parece que así está bien? Y no sé, le digo, principalmente porque no quiero inmiscuirme más de lo que ya estoy. Veremos, me dice él, y  luego de un rato de reflexión y con los ojos fijos en la pantalla oscilante de la computadora, me indica que siga escribiendo: Margarita, nadie puede detener las cosas del corazón y, en ese sentido, no hay nada que agregar a lo que pasó, ya está, así debió quedar, tú por tu lado y yo por el otro; pero por qué tenías que hacerla por la difícil, y en verdad eso sí que no lo acepto. ¿O usted qué opina?, me pregunta. Yo solo escribo, le digo. Pero alguna opinión tendrá que tener porque está conociendo mi  historia. Me perturbo. Usted dicta, yo escribo, le digo, verifico la ortografía y arregló algunas palabras, ese fue el trato.
Siento que me mira con enojo. O sea que usted no sabe no opina como ese porcentaje que sale en las encuestas, me amonesta. Quiero decir - contesto sin quitar la mirada de la pantalla de la computadora - que yo no me meto en los problema de los demás. El hombre se lleva una mano hacia su cabello recortado, luego saca un pañuelo con el que repasa su rostro cetrino buscando eliminar el brillo grasoso de su frente. Bueno, escriba entonces: la deslealtad, Margarita, es una falta que mata más que el desamor. Tú lo sabes porque a ti te pasó lo mismo y me lo contaste alguna vez y en ese tiempo yo te consolaba. Eso fue en el tiempo en el que todo iba bien entre nosotros. ¿Sabía usted que nos fue bien en un tiempo? No, contesto confundido. ¿Sabía que yo era un hombre feliz? Entonces vuelvo el rostro hacía él. Lo observo. Es un hombre cansado, de rostro cincelado por el ejercicio y el rigor de una vida de disciplina. Entonces pretendo encoger los hombros para mostrarle indiferencia; pero no me sale muy bien. La verdad, yo también quiero sacar un pañuelo para sacarme la fina capa aceitosa que a veces aparece en mi rostro cuando estoy nervioso.
Siga escribiendo, me dice poniéndome una mano sobre el hombro: si acaso algo se estaba jodiendo entre nosotros podrías habérmelo dicho; es decir, tú sabes, Margarita,  tal vez te hubiera hecho el escándalo, pero sabías que yo terminaría entendiéndolo, y seguramente se hubiera buscado una solución, y si no la había, me iba a dar cuenta, mujer, pues a muchos no nos gusta pedir algo que ya no hay; pero todo hubiera sido por la legal. ¿Qué le parece eso de legal? Decidí callar para no complicarme más. ¿Sabía que soy oficial de la policía? ¿Que defiendo la ley? Me manifiesta, y  luego de guardar silencio por un rato,  volvió a comentar.  Claro que la mayoría de los civiles piensa que nosotros nos pasamos la ley por los huevos. De pronto, se oyó el ruido ronco y envejecido de un automóvil en la calle. Yo no digo nada, miro la pantalla, sólo espero que me dicte más palabras. Más bien estoy pensando en cuál era el segundo nombre de Camila.
Me comienzo a inquietar. Ella no me lo había dicho, decía que no le gustaba ese segundo nombre porque era muy común, aunque reconoció que era el que más usaba o con el que más la conocían. ¿Podría ser? Pienso. Me asusto.  Un hombre me interviene cuando estoy sentado ante la pantalla de una computadora de una cabina pública. Me habla muy bajo, pero con una voz determinante. Me pide que le escriba una carta. Le digo que no, que estoy ocupado.  En ese lugar, las cabinas están a medio llenar y  la música de una radio deambula muy débil por el ambiente. El encargado es un hombre gordo y abúlico que  medio dormita sentado cerca de la computadora principal. Nadie se da cuenta de lo que está pasando en la cabina número doce, la más escondida. El hombre vuelve a insistir con demasiada autoridad y yo estoy un tanto mal humorado y aun no tengo miedo, por lo tanto, me vuelvo a negar con aplomo y casi con desprecio. “Le conviene, amigo”, me dice y vuelve a insistir: “Hágame caso, le conviene”. Lo miro bien. ¿Cómo podía ser que a esa hora de la tarde se aparezca un tipo a pedirme con tono de amenaza que le redacte una carta? Vuelvo a mirar a mi alrededor: nadie se había inmutado.
Entonces siento que aquél me ganó por intimidación. No estoy seguro si el bulto que se camufla bajo su chompa a la altura de la cintura es un arma, pero él hace toda la pose como para creérmela. Finalmente acepto. Entonces me pone una mano en el hombro como para tranquilizarme y me indica lo que pretende. Y yo pienso que eso me tomará solo un rato y que lo mejor es dejar pasar el mal rato lo más pronto. Escriba, me ordena: entiendo que el servicio y mis guardias tan constantes nos tenían separados por mucho tiempo; pero eso ya lo sabías desde que aceptaste estar conmigo. Calló por un rato. Sus ojos se turbaron. Mientras, yo me pregunto: ¿Cuál era el otro nombre de Camila? ¿Se llamaba en verdad Camila? Siga escribiendo me ordena: Margarita, aceptó que es difícil estar con un hombre de mi ocupación. Sé que pocos creen que los de uniforme podemos enamorarnos. Pero a veces sucede que nos enamoramos, como yo lo hice de ti. ¿Usted también piensa que los policías somos una mierda? Yo dejo de teclear: No. Y él: ¡Si cómo no! ¿Por qué hay gente que se mete con la mujer de otro? Se ofusca: ¡Carajo! ¿No hay suficientes mujeres por allí? Me mira directamente y presiento que me odia, que me lo va a decir, que no entenderá razones, que yo tampoco las entiendo bien; casi vaticino que va a sacar el arma. Y yo ya no estoy seguro de la sinceridad de Camila. La traición, Margarita, dice él,  es lo que más duele, más que un balazo. La confianza que se le empieza a tener a alguien. ¿Entiendes? Me mira. No sé si me está dictando o me está preguntando. No es fácil creer en alguien. Aquí es la selva y cada quien es un pendejo que está buscando sacar provecho y uno tiene que vivir sin creer en nadie. Cierra los puños. Su rostro aun parece impasible, solo sus ojos casi inyectados lo delatan. Por lo demás, pareciera que su rostro no había aprendido a entristecerse.  Yo pienso en Camila y en la estupidez de no haberle preguntado más sobre el novio que tenía. Ella tan solo me dijo una tarde: sí te acepto, ahora somos enamorados, y te quiero.

Ahora el hombre me mira otra vez. Suspira. Se queda un largo rato en silencio como como cavilando. Luego dice: No vale la pena. Guarda su pañuelo. Me pone la mano sobre el hombro. Déjalo así. No vale la pena. Pensaba mandárselo a su correo, pero no vale la pena. Gracias por la molestia. Me vuelve a mirar pero como si ya estuviera alejado: Teniente Silva, de la comisaría de Magdalena del Mar para cuando gustes. Adiós.
Luego de un rato, recupero el aliento y el ritmo controlado de mis latidos. Miro las letras en la pantalla y alcanzo a sentir la pena total de un hombre ahogándose entre los sustantivos y los verbos que se extendían en esa página sin terminar.
Después llevo el cursor hasta la última línea y comienzo a borrar palabra tras palabra. En verdad, pienso, no valía la pena

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Narrador por vocación, periodista ocasional. Ejerce la docencia en Lengua, Literatura y Redacción Básica y Superior. Ha publicado libros de cuentos como "Epistolario de Javier" (2006), “Lima a tientas“(2012) y "Cuentos de la ciudad" (2014). Además de otros académicos como el libro sobre gramática "La magia de las palabras" (2004), "Ortografía para todos" (2007), “Ortografía breve, escritura fácil” (2013). Colaborador para revistas y periódicos. Ha desarrollado talleres de Creación Literaria para el Museo de Bellas Artes de Lima, Asociación Peruana de Investigación Social. Asimismo, fue miembro de la Comisión Organizadora del Primer Encuentro de Escritores Peruanos en Madrid, España. Actualmente es director de “Punto y Coma Consultores”. Ha sido premiado en concursos como "Las mil palabras" de la revista Caretas y en el concurso "Julio Ramón Ribeyro" de Lima y los Juegos Florales de la UTC.