Cuentos de libros como "Epistolario de Javier", "Lima a Tientas", "Cuentos de la ciudad" y otra colecciones

viernes, 26 de enero de 2007

DE "LIMA A TIENTAS"


JUGANDO A QUE SÍ SE PUEDE
Cuento que obtuvo el 2do lugar en el concurso "Mil Palabras" de la revista Caretas.

Listo carajo, ya salió la orden, todo el pelotón a romper la madre, lo ordena el Mayor: golpe a todos los revoltosos, sin contemplaciones. ¿Y Liliana? habrá que romperle la boca por haber dicho que no me quería, esta noche, apenas la vea. Suenan las sirenas y entonces los escudos en alto. El sargento Carrasco dispara dos lacrimógenas y el Mayor dice que dos más, a las mierdas esas de la otra esquina. Los curiosos se dispersan porque sino empiezan a llorar.
Liliana, ¿pero cómo pudiste hablarme de esa manera? Un aire caliente recircula por toda la avenida y se oyen los gritos del Mayor que se está arrancando los bigotitos uno por uno, está enojado: cabrones. Seguro que Liliana siempre sospechó, cojuda, y usted: cojudo Santillana, en qué mierda piensa, entre a la candela y traiga detenidos. Te amo, Liliana. Un grupo de policías se disloca a la carrera tratando de cercarlos, pero los revoltosos son rápidos: carajo, ya han ganado la otra calle y, parapetados detrás del gentío confuso y asustado: tírenles piedras muchachos, son la represión, cuiden a las mujeres, siempre de a dos y si los cogen, pico de cera, y cuidado con ella, la del pelo largo y los pantalones finos, la más rabiosa, la más riquita, la que dice que ha descubierto su destino con los pobres de su pueblo, si no la sacan va a caer.
La plaza se ha jodido, la turbamulta se encabrita con el humo picante, quién es quién, que vaina. Los autos han sido desviados unas cuadras antes, el cordón policial se está cerrando sudorosamente, se rompen pancartas y banderas rojas, y hay rabia y miedo y también Liliana con sus besos alocados en la boca, en el cuello, y sus manos como papel crepé, cariñosa, Liliana, y luego, carajo, tus ojos indignados, tus dientes de gata, agrediéndome, odiándome: tú eres un sucio policía. Carajo Santillana, más vivo, éstos son duros, habrá que romper costillas y, claro, hay que tener cuidado con los periodistas que siempre están jodiendo !Qué ladillas, Santillana! !Zas! fotos cuando le sacas el ancho a un pendejo y ojito cerrado cuando los pendejos te abollan en mancha. Hay que ver cómo son las cosas de falsas, Liliana, primero como que me amas y hasta haces el amor conmigo, y yo, seguro de que ya eres mi mujer y punto. Tú no me haces preguntas sobre mi vida y yo tampoco sobre la tuya, tiempos modernos, Liliana. Yo te callo lo de policía porque no lo supongo tan grave y sin embargo tú, ya con los ojos rabiosos: policía de mierda, defensor de burgueses. Liliana, no hay derecho ¿Acaso no hay cosas más importantes entre los dos? Pero tú: bastardo, no puede haber nada entre tú y yo. ¿Y nuestra noche en el hotelito con ducha caliente y todo? Y ahora comprendo tu lenguaje indiferente a la lucha del pueblo, carajo, Liliana, ¿Y de dónde mierda entonces salí yo?, sucio policía, sucia la vida, Liliana, y también enredada, confusa, como un círculo que da vueltas y vueltas hasta que nos arroja muy lejos, y sólo entonces, sólo allí, sabrás que el círculo seguirá dando vueltas jodidas igual, Liliana no te quiere, Santillana. Los revoltosos se han reorganizado y avanzan en grupos inquietos. Están repletos de piedras, piedras hasta en la boca, Santillana.
El Mayor ya casi no tiene bigotitos, qué jodidos, Carrasco, tenemos cuatro guardias con las costillas rotas y una tanqueta malograda y el Mayor, quiero detenidos, muchos detenidos, y ellos: por eso siempre de a dos muchachos, sin miedo a la represión, con un pañuelo mojado en la cara, dispersándose rápidos, y cuidado con la muñequita rabiosa, miren que si la detienen la pasan por las armas, hasta el Mayor se matricula. Los ojos pican y arden, la garganta pica, todo pica por el gas y la tarde se va descolgando como clandestina y temerosa. Entonces todos atacan como en las películas, ustedes los malos, nosotros los buenos y luego al revés. El círculo constante Liliana, el juego en serio, ¿Me entiendes?, y tú y yo en dos puntos lejanos girando y girando, yo soy un sucio policía, pero júrame que lo tuyo no tiene un fango reseco en el borde de cada palabra, Liliana bonita, uno hace lo que puede para sobrevivir y eso cuéntaselo a cualquier imbécil de esos que te interrumpen la vida, como a mí. No fuerces muñeca, quédate quieta, pegadita a la pared, olvídate de mi uniforme y yo me olvido de tus odios confusos, bonita Liliana, no te vayas, mira que te hago escándalo, ¿Acaso tu piel suavecita y desnuda bajo mi cuerpo no valió nada? Te voy a seguir hasta que me escuches, ¿Tampoco el taquito roto, la fiesta, el hipo, mis días de franco, tu deseo?, Ven Liliana, hay tantas cosas ya.
"Santillana, con cuatro a la derecha, por esa calle, agárrenlos" y !paf!, piedrón en el ojo: como un hueco en el pómulo, carajo Liliana, tú no entiendes cómo duele esto. Se jodieron mierdas, si hubiese orden de tiro. Asesinos del pueblo: Liliana. Una decena de muchachos se dispersa por una calle estrecha y sucia, atrás los de uniforme pisando los charcos verdosos y espantando perros, corriendo Santillana. El hueco de la cara ahora se hincha como una pelota, como que las cosas se hacen más chicas. Corran muchachos. Cae una silueta. "Agárrala Santillana", te jodiste pendeja, ya te agarré de los cabellos. Un llanto finito, como un hilo, y luego el rostro suplicante con los gestos, temblando, con los labios encendidos, casi de rodillas y con un pie desnudo, muñequita, me quiero casar contigo, no me rechaces, piensa en el círculo ¿Piensas? Las sirenas van y vienen, asustan, Liliana dobladita, Santillana con una cara de cojudo. ¿Olvidarás muñequita?, eres tan finita, la piel más suave que he tocado y ahora, como que te quiebras: ya no seré policía.
Carrasco que se lanza sobre otro a media cuadra, y Liliana llorando más, gritando a ratos, eres tan frágil muñeca, no debiste meterte en esto, ¿Me aceptarás, Liliana?, quiero amarte mucho, y ella de rodillas, agarrándome de la piernas, como besando mis botas: tu rostro mojado, tu llanto, y Carrasco y los demás ahora más cerca: ya basta Santillana, no la golpees así, la vas a matar. Y todo por ti, Liliana, y por ese círculo que nos ha estrangulado.

DE "EPISTOLARIO DE JAVIER"


DESPUÉS DEL PARTIDO



Cuando  Roquita se te apareció repentinamente por el lado izquierdo, tú ya te habías agotado por completo; por eso para él fue tan fácil sacarte con el cuerpo y quedarse con la pelota. Era muy claro que ya nada era como antes y que la corrida desde la medía cancha te había dejado sin aliento. Te levantaste inmediatamente porque te picó en el orgullo que un mocoso como Roquita, a quien habías visto limpiarse los mocos con las mangas, ahora te perdiera el respeto y te dejara pagando en tu punta izquierda, tu legendaria punta izquierda. Cuando lo alcanzaste, te volvió a fallar algo, ese algo que en otros tiempos no te hubiera fallado jamás. Pusiste la punta del chimpúm una fracción de segundo tarde y eso, en el fútbol, muchas veces es fatal; es decir que Roquita se te adelantó y le pegó tremendo zapatazo a la pelota antes de que lo interceptaras. La pelota dibujó una curva y se coló por el ángulo más cerrado del arco. Volviste a quedar de rodillas mientras el Deportivo Matute celebraba su gol. Más allá de la cancha, en donde estaban los andamios de madera que la gente usaba de tribuna, llegaste a escuchar los aplausos de algunos y las pifias de los otros. La resolana de la tarde aún era intensa y muchos de ellos se habían cubierto la cabeza con periódicos. Anita antes solía estarse por allí, mirándote con ese aire de niña traviesa y feliz.
         Anita si que supo conquistarte. Intuyó - o tal vez alguien la ayudó a intuirlo - que para hombres como tú es muy  importante que una mujer comparta los sueños, aunque estos sueños parezcan ser tan sencillos como el de ser futbolista. ¿Tú pensaste alguna vez que tus sueños de futbolista eran simples? O fue una verdad que fuiste descubriendo lentamente conforme pasaban los años. Anita aprendió a quererte a tu modo y fue como una modelo de plastelina que acomodaste a tus antojos. Claro, tú eras el gran jugador, el defensa a quien  don Felipe de Corral, dirigente de la Liga de Segunda, había tentado para jugar en el Lawn Tenis, antes de que éste subiera a Primera División. Todos habían escuchado la historia de que el negocio se arruinó porque la mujer de don Felipe te había echado el ojo y esa situación sí que había sido tu ruina. ¿Cuánto tiempo te tomó componer esa historia? ¿Fue una invención que nació redonda desde el comienzo? O ¿Una ficción que fuiste corrigiendo paulatinamente? El hecho es que soltaste la bola con la misma habilidad con la que enviabas esas boleas para habilitar a los punteros. Todos se la creyeron y se la tragaron sin masticarla. Excepto tú, por supuesto, sólo tú supiste que te asustaste frente a la posibilidad de fallar, de estar en otro mundo que no sea el que ya conocías, de dejar de ser el chico engreído del Atlético Huamanga para pasar a ser, simplemente, un muchacho de barrio que aspiraba a una plaza de titular en un equipo de segunda y por eso – y no por cualquier otra razón que te hayas inventado luego -  te emborrachaste una noche antes hasta el tope. Lo peor del asunto es que llegaste lúcido al amanecer y poco faltó para que te golpearas con una botella para, de una vez por todas,  lograr perder el sentido y salir de esa angustia que te oprimía el alma. Esa verdad no la supo Anita, a pesar de que fue ella la que te recogió de la banca del billar y te llevó como pudo hasta la pensión. Anita fue,  y seguro que siempre seguirá siendo así, la mujer buena que no hace esas preguntas que podrían estar de más. La  mujer que simplemente sufre heroicamente y que sabe acompañar.  En Anita ahora había algo tuyo que estaba creciendo inevitablemente.
         Para cuando el arbitro tocó el silbato dando por terminado el primer tiempo, tú ya estabas a punto de pedir que entrara el utilero o el viejo Quelopona, porque era fijo que te iba a dar un calambre. Trataste de controlar tu respiración agitada y te fuiste a los camerinos como arrastrando tu humanidad. El viejo Quelopana se te acercó y te preguntó si te podía ayudar. Es que más sabía el diablo por viejo que por diablo. Pero Quelopana no iba a poder con lo que verdaderamente te estaba pasando. ¿Qué era finalmente? ¿Por qué ahora las cosas se habían tornado tan extrañas, punzantes, nuevas? Definitivamente tú ya no eras el mismo. Sin embargo habías jurado que seguirías siendo el mismo para toda la vida. Se lo dijiste incluso a Anita cuando te contó lo del bebé. Dijiste que ibas seguir intentando convertirte en un jugador consagrado y que tú hijo iba crecer con el orgullo de saber quién era su padre. Cuando Anita te sugirió formalizar el asunto esquivaste el tema y fue peor cuando te habló de que buscaras un trabajo por horas mientras alcanzabas tu consagración. Eso hasta te puso violento y le gritaste a Anita. Claro que ella se corrigió de inmediato, detuvo un par de lágrimas que aparecieron en sus ojos y aceptó lo que tú decías. Anita era así y eso, a veces también te molestaba, sólo ahora te dabas cuenta de ello. Sólo que Anita no supo que la verdad, que la  noticia te había aterrado porque tú no querías tener un hijo, lo cierto era que ni siquiera querías una mujer estable. Tú habías alcanzado y sobrepasado los veinte años sin saber exactamente lo que querías para el futuro; habías estado tranquilo con lo que el presente te alcanzaba de a pocos y cualquier modificación te asustaba. Incluso estuviste a punto de sugerirle a Anita que abortara, pero te contuviste, tal vez por Anita o porque no querías ser una mierda. Un hijo era una especie de espejo en donde te ibas a ver  todos los días; es más, un hijo era como una indicación de que todo estaba por terminar y tú no querías escuchar que alguien te dijera: .
         Para el segundo tiempo, el Coch había cambiado a Santiaguito por Miranda en la punta derecha para darle más empuje  a la delantera y  le había dicho al gordo Valenzuela que se pegara al Brasileño para cerrar la línea media. A ti te había pedido que te desahuevaras de una vez porque los del deportivo te estaban haciendo leña. Tú dijiste que sí, pero fue por decir. En verdad que el Coch le había acertado sin saberlo: te estabas sintiendo ahuevado en el fútbol y en la vida. Por un momento quisiste arrancar de ti todos los pensamientos que te alejaran del partido. Incluso la nueva línea media parecía estar funcionando porque la estatura del brasileño y su apariencia de negro de Mendocita asustaba los muchachos del deportivo. Ahora ya podías proyectarte con más tranquilidad y sin tener que apretar tanto; pero la gente del deportivo aún te ganaba la pelota  más veces que antes y habías tenido que bajarte a un muchachito que nunca habías visto y que parecía tener un par de cohetes en las piernas de niño desnutrido. El pobre había caído muy mal y lo sacaron a cuestas ¿Qué te estaba pasando? Lo peor fue que – en algún momento, como un chispazo – imaginaste que era tu hijo el que salía desgarrado de la cancha. No te expulsaron porque, de pura suerte, el árbitro había estado mirando otra cosa. Entonces viste a un hombre canoso que se acercaba al muchacho e inmediatamente encontraste el parecido: en verdad que los rasgos se heredan. El hombre canoso estaba sudando y su rostro de padre preocupado hacía muy tierna la escena. Te sentiste toda una basura. ¿Tú padre – si hubiera vivido– se habría preocupado como aquél? Tal vez. Eso era algo que sólo ahora, y en medio de una cancha en donde estabas perdiendo el campeonato, te atrevías a preguntártelo. La cosa es que, de grande, muy pocas veces te  atreviste a pensar en tu padre, probablemente para evitarte la angustia. Era como esquivar toda posibilidad de dolor o de tristeza que le quitara el color a todo lo que habías logrado por tu propia cuenta. Alguna vez tu mamá te había dicho, en un arrebato de cólera, que el fútbol era una estupidez que habías heredado de tu padre.  
         Ahora que lo piensas, Anita no se parece en nada a tu mamá. Por lo menos hasta ahora. Mamá parecía querer negar todo lo bueno que tuvo tu papá, y eso fue incluso antes de que se volviera a casar. Muy pocas veces  escuchaste  algún cumplido para con tu padre. Pero no fue por eso que vivías alejado de tu casa. Simplemente te sentías fuera de ambiente entre hermanos que no eran por completo tus hermanos y una madre que ya no era totalmente tu madre y menos un hogar en donde siempre estabas en minoría. Tú fuiste creciendo en las esquinas del barrio y muchos de las momentos en donde descubriste algo de la vida de un hombre, fue en el pampón en donde jugaste los tantos partidos que se te pierden en la memoria. Todo fue grandioso en esas tardes que caían paulatinamente después de los partidos, mientras se aquietaba la respiración, se secaban las camisetas sobre las espaldas y se compartía las gaseosas y las cervezas de los ganadores. Era cosa de sentarse  entre ellos,  esperar a que cayera la noche, hablar de tantas cosas desde una posición sencilla y sentir que todo es simple como una estrategia futbolística en donde cada cual cumple su destino, pero sólo hasta que termine el partido y luego, otra vez, a empezar sin mayores complicaciones. No como ahora cuando la vida misma te quiere llevar a una nueva etapa de ligas mayores en donde todo se hace más complicado.
         Entonces oíste la voz de Coch que te puteaba con todo para que despiertes y te le pegaras a Roquita que estaba entrando una y otra vez como quien entra en su casa. Era verdad que esos carrileros que iban con todo, sin temor a romperse la madre, los estaban haciendo leña. Precisamente fue Roquita quien apareció otra vez de la nada y se mandó un centro perfecto que un tal Altamirano conectó de cabeza para enviarla hasta el fondo del arco. Fue tu culpa, era tu zona, tu responsabilidad, como decía el Coch todo lo que por allí sucedía tenía tu nombre y tu firma. ¿Cuál es tu zona ahora? ¿Cuál es tu estrategia para el futuro? No quieres, no quieres, no quieres que termine el partido, que acabe el campeonato; no quieres que se cierre el complejo deportivo hasta las próximas eliminatorias. Este partido debería ser eterno y, sin embargo, ya no eres parte de él porque ya no te puedes concentrar en él. <¡Vamos despierta!> dice el Coch dice la gente desde las tribunas. Y tú: ¿Qué quieres? Tal vez que te pasen la pelota para que hagas una corrida desde el fondo y que sea tu padre el hombre canoso que hace rato sufría  y que te acompañe en paralelo desde fuera de la cancha alentándote para que sigas hasta el final, hasta muy lejos, hasta llegar a la puerta de Anita y tocar su barriga en donde late un corazón con el mismo ritmo que el tuyo y después  mirarte al espejo y saber que tu cara ya no es la de antes, que has crecido, que ya eres un hombre, que te falta un diente por algún codazo de tantos y que a lo mejor te pareces a tu padre por aquello de que has heredado la misma estupidez del fútbol. Vamos, vamos. Que te cedan el pase más importante de tu vida para que tú la cojas de pechito, como antes, en la polvorienta pampa en donde pasaron tus buenos tiempos, y luego hablar toda la tarde del gol, del más hermoso gol, uno de pintura  y para el recuerdo de tus hijos, tus hijos ¿Cuántos? ¿Serían muchos? ¿Les gustará el fútbol también? Y Anita también estará pasando por lo mismo. ¿La angustia también? ¿La difícil maduración?  ¿Ser mujer también?. Entonces el Roquita volvió a sorprenderte y te quitó la pelota limpiamente y tú, totalmente sorprendido, das una mala pisada y ruedas por el césped  reseco hasta más allá de línea de yeso que marca la cancha.
         El Coch ha ordenado un cambio y ya sabes que eres tú. El chico Perales ya está en línea calentado emocionado. Su rostro de adolescente lo delata y, si pudiera, te sacara cargando de la cancha para apresurar su ingreso. Perales estuvo esperando pacientemente, desde hace meses, que algo te pasara y, para él,  que eso sucediera en la gran final es algo que no sabe cómo celebrar. Sólo que él no entiende que tú  alargas tu salida porque es como una sencilla despedida que ya no te entristece tanto.
Cuando pasas junto a él le alcanzas a decir que tenga cuidado con Roquita que corre rápido y él te mira con displicencia y entra corriendo. El Coch que ha escuchado lo que dices te toca el hombro. Te sientas en la banca para esperar a que termine el partido. Después ya sabes lo que vas a hacer. Anita debe estar esperándote.

NUEVOS CUENTOS



NO VALE LA PENA


Supongo que las cosas se terminan cuando tienen que terminarse. ¿Le parece que así está bien? Y no sé, le digo, principalmente porque no quiero inmiscuirme más de lo que ya estoy. Veremos, me dice él, y  luego de un rato de reflexión y con los ojos fijos en la pantalla oscilante de la computadora, me indica que siga escribiendo: Margarita, nadie puede detener las cosas del corazón y, en ese sentido, no hay nada que agregar a lo que pasó, ya está, así debió quedar, tú por tu lado y yo por el otro; pero por qué tenías que hacerla por la difícil, y en verdad eso sí que no lo acepto. ¿O usted qué opina?, me pregunta. Yo solo escribo, le digo. Pero alguna opinión tendrá que tener porque está conociendo mi  historia. Me perturbo. Usted dicta, yo escribo, le digo, verifico la ortografía y arregló algunas palabras, ese fue el trato.
Siento que me mira con enojo. O sea que usted no sabe no opina como ese porcentaje que sale en las encuestas, me amonesta. Quiero decir - contesto sin quitar la mirada de la pantalla de la computadora - que yo no me meto en los problema de los demás. El hombre se lleva una mano hacia su cabello recortado, luego saca un pañuelo con el que repasa su rostro cetrino buscando eliminar el brillo grasoso de su frente. Bueno, escriba entonces: la deslealtad, Margarita, es una falta que mata más que el desamor. Tú lo sabes porque a ti te pasó lo mismo y me lo contaste alguna vez y en ese tiempo yo te consolaba. Eso fue en el tiempo en el que todo iba bien entre nosotros. ¿Sabía usted que nos fue bien en un tiempo? No, contesto confundido. ¿Sabía que yo era un hombre feliz? Entonces vuelvo el rostro hacía él. Lo observo. Es un hombre cansado, de rostro cincelado por el ejercicio y el rigor de una vida de disciplina. Entonces pretendo encoger los hombros para mostrarle indiferencia; pero no me sale muy bien. La verdad, yo también quiero sacar un pañuelo para sacarme la fina capa aceitosa que a veces aparece en mi rostro cuando estoy nervioso.
Siga escribiendo, me dice poniéndome una mano sobre el hombro: si acaso algo se estaba jodiendo entre nosotros podrías habérmelo dicho; es decir, tú sabes, Margarita,  tal vez te hubiera hecho el escándalo, pero sabías que yo terminaría entendiéndolo, y seguramente se hubiera buscado una solución, y si no la había, me iba a dar cuenta, mujer, pues a muchos no nos gusta pedir algo que ya no hay; pero todo hubiera sido por la legal. ¿Qué le parece eso de legal? Decidí callar para no complicarme más. ¿Sabía que soy oficial de la policía? ¿Que defiendo la ley? Me manifiesta, y  luego de guardar silencio por un rato,  volvió a comentar.  Claro que la mayoría de los civiles piensa que nosotros nos pasamos la ley por los huevos. De pronto, se oyó el ruido ronco y envejecido de un automóvil en la calle. Yo no digo nada, miro la pantalla, sólo espero que me dicte más palabras. Más bien estoy pensando en cuál era el segundo nombre de Camila.
Me comienzo a inquietar. Ella no me lo había dicho, decía que no le gustaba ese segundo nombre porque era muy común, aunque reconoció que era el que más usaba o con el que más la conocían. ¿Podría ser? Pienso. Me asusto.  Un hombre me interviene cuando estoy sentado ante la pantalla de una computadora de una cabina pública. Me habla muy bajo, pero con una voz determinante. Me pide que le escriba una carta. Le digo que no, que estoy ocupado.  En ese lugar, las cabinas están a medio llenar y  la música de una radio deambula muy débil por el ambiente. El encargado es un hombre gordo y abúlico que  medio dormita sentado cerca de la computadora principal. Nadie se da cuenta de lo que está pasando en la cabina número doce, la más escondida. El hombre vuelve a insistir con demasiada autoridad y yo estoy un tanto mal humorado y aun no tengo miedo, por lo tanto, me vuelvo a negar con aplomo y casi con desprecio. “Le conviene, amigo”, me dice y vuelve a insistir: “Hágame caso, le conviene”. Lo miro bien. ¿Cómo podía ser que a esa hora de la tarde se aparezca un tipo a pedirme con tono de amenaza que le redacte una carta? Vuelvo a mirar a mi alrededor: nadie se había inmutado.
Entonces siento que aquél me ganó por intimidación. No estoy seguro si el bulto que se camufla bajo su chompa a la altura de la cintura es un arma, pero él hace toda la pose como para creérmela. Finalmente acepto. Entonces me pone una mano en el hombro como para tranquilizarme y me indica lo que pretende. Y yo pienso que eso me tomará solo un rato y que lo mejor es dejar pasar el mal rato lo más pronto. Escriba, me ordena: entiendo que el servicio y mis guardias tan constantes nos tenían separados por mucho tiempo; pero eso ya lo sabías desde que aceptaste estar conmigo. Calló por un rato. Sus ojos se turbaron. Mientras, yo me pregunto: ¿Cuál era el otro nombre de Camila? ¿Se llamaba en verdad Camila? Siga escribiendo me ordena: Margarita, aceptó que es difícil estar con un hombre de mi ocupación. Sé que pocos creen que los de uniforme podemos enamorarnos. Pero a veces sucede que nos enamoramos, como yo lo hice de ti. ¿Usted también piensa que los policías somos una mierda? Yo dejo de teclear: No. Y él: ¡Si cómo no! ¿Por qué hay gente que se mete con la mujer de otro? Se ofusca: ¡Carajo! ¿No hay suficientes mujeres por allí? Me mira directamente y presiento que me odia, que me lo va a decir, que no entenderá razones, que yo tampoco las entiendo bien; casi vaticino que va a sacar el arma. Y yo ya no estoy seguro de la sinceridad de Camila. La traición, Margarita, dice él,  es lo que más duele, más que un balazo. La confianza que se le empieza a tener a alguien. ¿Entiendes? Me mira. No sé si me está dictando o me está preguntando. No es fácil creer en alguien. Aquí es la selva y cada quien es un pendejo que está buscando sacar provecho y uno tiene que vivir sin creer en nadie. Cierra los puños. Su rostro aun parece impasible, solo sus ojos casi inyectados lo delatan. Por lo demás, pareciera que su rostro no había aprendido a entristecerse.  Yo pienso en Camila y en la estupidez de no haberle preguntado más sobre el novio que tenía. Ella tan solo me dijo una tarde: sí te acepto, ahora somos enamorados, y te quiero.

Ahora el hombre me mira otra vez. Suspira. Se queda un largo rato en silencio como como cavilando. Luego dice: No vale la pena. Guarda su pañuelo. Me pone la mano sobre el hombro. Déjalo así. No vale la pena. Pensaba mandárselo a su correo, pero no vale la pena. Gracias por la molestia. Me vuelve a mirar pero como si ya estuviera alejado: Teniente Silva, de la comisaría de Magdalena del Mar para cuando gustes. Adiós.
Luego de un rato, recupero el aliento y el ritmo controlado de mis latidos. Miro las letras en la pantalla y alcanzo a sentir la pena total de un hombre ahogándose entre los sustantivos y los verbos que se extendían en esa página sin terminar.
Después llevo el cursor hasta la última línea y comienzo a borrar palabra tras palabra. En verdad, pienso, no valía la pena

CUENTO



TIEMPOS DIFÍCILES


La luz del amanecer aún era débil y el alumbrado amarillento de los faroles todavía determinaba con nitidez las líneas de las calles. Una fría neblina vagabundeaba por la ciudad. Todo parecía extrañamente quieto. Javier Santa Cruz caminaba a esa hora por la avenida Alfonso Ugarte y aún sentía un poco de sueño: los párpados pesados y una sensación de lasitud en el cuerpo. Tenía que estar entre los primeros de la cola. El reparto comenzaba como a las siete y, si todo iba bien, podría dejar la bolsa con los comestibles en la casa, quemarse la boca con el café – por fin con mucha azúcar - y quizás llegar puntual al taller. Entonces ya no tendría que escuchar los regaños de don Andrés. Claro, si todo iba bien esa mañana – pensó – porque desde que tenía memoria muy pocas cosas salían bien en su vida y también en la vida de casi todos los que conocía.

Cruzó por fin la avenida Alfonso Ugarte a la altura del colegio Guadalupe. Observó – sin perder el paso – esa parte de la ciudad y suspiró. Todo se veía tan apacible y silencioso a esa hora. Sólo algunas luces languideciendo en las ventanas adormiladas de los edificios. En un par de horas, sin embargo, la ciudad volvería a la agitación de siempre: habría bocinazos de ómnibus, empujones de gente apresurada, gritos de vendedores ambulantes. Pensar que Cecilia iba a caminar más tarde por esa misma ruta para intentar comprar otra bolsa de víveres. Javier Santa Cruz supuso que iba a ser muy difícil que ella consiga otra ración porque ya había visto la extensión de las colas que se hacían los viernes de quincena. Siempre pasaba que antes de media mañana se agotaban las raciones. Luego la ansiedad de la gente se iría materializando en empujones y maldiciones. Pero más difícil era convencer a Cecilia cuando se ponía en plan de terca. En todo caso, cómo no entender la obsesión de su mujer por juntar, acumular, asegurar la mayor cantidad de víveres, si los rumores de una escasez mayor corrían por todas las bocas durante el día. Cecilia era una madre normal que últimamente hacía cosas anormales como casi todos los demás. Claro, la crisis.

Cuando estuvo cerca de la gran puerta metálica, sintió un hincón de rabia porque ya había por lo menos treinta siluetas semidormidas formando la hilera. Iba a ser un día difícil. Aun a pesar de la bruma del amanecer, ya se podía leer el cartelón en la parte superior del almacén: Mercados del Pueblo. Tocó su bolsillo para confirmar que tenía el fajo de billetes y apresuró el paso para ser el siguiente en la cola. Y pensar que unos meses antes, cuando no sospechaba que su vida iba a tomar un nuevo rumbo, imágenes como ésta le habían parecido tan patéticas. Gente que corría de tienda en tienda tratando de comprar medio kilo de azúcar por aquí y otro medio kilo por allá a cambio de llevar cosas, de pronto tan innecesarias, como jaboneras o aerosoles. No obstante, ahora, él era parte del contingente de personas que amanecía con el sabor amargo de la preocupación por la escasez, la devaluación y la violencia política. Miró su reloj y aceptó con resignación que iba estar un buen rato en la cola. Se levantó el cuello de la casaca y suspiró. Pensó en Guillermito. Seguro que ya se había despertado y probablemente Cecilia le cantaba una canción de cuna mientras le preparaba su papilla.

Cecilia había dejado la universidad cuando supo que estaba embarazada de Guillermito. Es decir, no fue por el embarazo exactamente, sino porque la posibilidad de que los dos siguieran estudiando había sido descartada después de muchas conversaciones agotadoras y tristes. A Javier Santa Cruz le faltaba sólo unos cuantos cursos y con su bachillerato en la mano le iba a ser más fácil encontrar una plaza de profesor. En cambio, para Cecilia la situación se hacía más complicada porque recién estaba por la mitad de la carrera. En esos días, Javier Santa Cruz todavía estaba seguro de ganarle la partida a la adversidad. Con un poco de paciencia, disciplina e inteligencia – le había dicho a Cecilia – iban a superar aquellos malos momentos. ¿Quién iba suponer que las cosas del país se iban a complicar tanto? Que el dictado de gramática en el C.E.O de la señora Narváez se iba a terminar cuando los terroristas dinamitaron por segunda vez el Banco del primer piso. Mala suerte. Entonces la señora Narváez le puso candado definitivo a uno de los ingresos más importantes de Javier Santa Cruz y se marchó del país como otros tantos. Poco tiempo después se malogró el Escarabajo y no hubo cuándo juntar la plata para la reparación. Entonces también se acabaron las largas noches de taxis. Tuvieron que hacer ajustes en el presupuesto y mudarse a una pieza más pequeña con baño compartido. Por lo menos, don Andrés, el dueño de la mecánica, no puso mucho problema y lo aceptó como ayudante con tiempo para ir a la universidad, cuando había clases, claro, y cada vez eran menos esos días, por lo de la violencia. De paso, Javier Santa Cruz cada vez tenía menos ganas de seguir estudiando. Sentía que estaba cayendo lenta e inevitablemente y que, mientras caía, sus ilusiones rebotaban entre frustración y frustración. Pese a ello, en todo ese tiempo de descalabro, Cecilia se había comportado a la altura de las circunstancias. Había hecho milagros con lo que él traía más lo que ella conseguía en sus ventas de cosméticos a domicilio. Cuando nació Guillermito, Cecilia hizo que los tres se tomaran una foto en la misma maternidad pública y le pidió a Javier que tuviera siempre una copia en la billetera. Fue quizás el único momento en que usó un tono determinante. Por lo demás, su mujer parecía siempre dispuesta a comprenderlo todo, aunque había noches en las que Javier Santa Cruz la había atrapado despierta y con la mirada perdida en la luz de la luna que entraba por la ventana.

¿En qué momento había llegado tanta gente? Javier Santa Cruz se sorprendió cuando se dio cuenta de que la hilera semidormida de la madrugada ahora era una sucesión casi incontable de individuos apretujados y malhumorados que daba varias curvas y que se perdía en una de las esquinas. Se había distraído en sus pensamientos y no supo cuándo se había creado ese desorden que amenazaba con un saqueo. Había muchos policías tratando de controlar a la gente y se oían gritos y maldiciones contra los individuos que creaban el laberinto; aunque, básicamente, las maldiciones eran contra todo lo que sea el gobierno; es decir: los policías, los administradores del almacén, los ministros y el Presidente. En una esquina, dos tanquetas militares, silenciosas y amenazantes, parecían camuflarse en el color grisáceo de un edificio. Los males nunca vienen solos, sino de a dos y hasta de a tres, pensó Javier Santa Cruz. Vio que uno de los uniformados, encaramado en la torreta de una de las máquinas militares, acercaba las manos hasta el rostro para calentarlas con su aliento. Cuando las puertas del almacén se abrieron y varios empleados de camisa y corbata aparecieron con sus sellos, la gente se alborotó. La larga hilera de concurrentes se agitó como una serpiente y pareció partirse en algunos tramos; sin embargo se mantuvo unida. Tres sudorosos policías intentaban, con la ayuda de sus varas, ordenar las cosas en la puerta, mientras los empleados iban sellando el brazo de los que iban ingresando. Javier Santa Cruz observó los gestos de incomodidad con la que algunos recibían el sello. Sintió la misma molestia cuando recibió el suyo. Recordó la imagen televisiva del funcionario del gobierno que explicaba la necesidad de controles para evitar el acaparamiento y recordó también las imprecaciones de Cecilia porque, a pesar de tantos sellos y tiques, los víveres igual aparecían en cualquier tienda a precios exorbitantes y muchos estaban haciendo un dineral con la necesidad de otros. Cecilia, y muchos como ella, tenían razón con lo que decían. Todo parecía irse a pique sin que nadie tuviera algún control.

A veces, Javier Santa Cruz suponía que Cecilia sentía algo de culpa por haberlo orillado a esa decisión con el embarazo y que, por eso, soportaba resignadamente el tipo de vida que estaban llevando. No habían tocado el tema en las conversaciones que tenían algunas noches. Él suponía que siempre era mejor evadir algunos puntos que podían desembocar en un sinceramiento peligroso. Su relación se mantenía en un punto medio del cual, al menos Javier Santa Cruz, no quería salir. Se habían enamorado cuando ella estaba en el segundo año de la carrera y Javier en el quinto y último año. Claro que debía algunos cursos de ciclos anteriores, pero era la rutina estudiantil de casi todos. Hubo algunas miradas mal disimuladas entre ambos, ciertas sonrisas en los patios de la universidad, hasta que finalmente algún amigo los presentó. Después, todo fue llegando de manera natural: buenos compañeros en algunas clases, amenos conversadores en largas charlas, luego amigos inseparables, caminantes incansables del centro de Lima en busca de libros de segunda o de los últimos cines que quedaban en el Jirón de la Unión. Se hicieron enamorados a fines de ese año y ambos parecían haber encontrado su complemento ideal. Cecilia supo entonces que Javier Santa Cruz vivía en una pensión del Rímac, una vieja casona que a ella le pareció tétrica porque tenía los techos muy altos y las maderas se quejaban cada vez que alguien caminaba con demasiada prisa. También se enteró de que Javier Santa Cruz no tenía hermanos, que había perdido a su madre cuando era muy chico, que nunca conoció a su padre, que había vivido su adolescencia con unos tíos que luego tuvieron que marcharse a Huancayo. Nada especial en mi vida, hasta ahora, Cecilia: lo de siempre. Javier Santa Cruz le contó que tenía la ilusión, a largo plazo, de tener un colegio privado y vivir de esas rentas sin mayores contratiempos. Cecilia, si había conocido a su padre, aunque lo había visto muy poco. Había fallecido hacía cinco años. Lo quiso mucho. Ahora vivía con su madre y sus dos hermanos que ya tenían mujeres e hijos. Habían heredado de su abuelo paterno un chalecito por la avenida Tomás Valle. Suerte de tener techo, aunque ahora ya eran demasiados dentro de los noventa metros cuadrados del chalecito. Del padre, Cecilia había heredado la curiosidad por las cosas de la política. El había sido un sindicalista muy respetado. Javier Santa Cruz no se opuso a acompañarla a las reuniones en el Centro Federado de Estudiantes para escuchar algunas discusiones políticas. El bichito de la política. Te entiendo, Cecilia. Además, por eso ella se había matriculado en la especialidad de Historia y Geografía, para entender más a su país. Correcto, Cecilia. Asistieron, en ese tiempo, a muchas reuniones, charlas y debates sobre política. Porque el terrorismo era ya una realidad que iba desolando las serranías del país, escuchaban, y era inevitable que más pronto que tarde éste iba a caer con todo su rencor sobre la capital, amenazaban los expositores. Cecilia parecía querer develar los misterios de la lucha de clases como si buscara comprender lo que tanto había obsesionado a su padre. Los apagones y los asesinatos de autoridades, así como de modestos dirigentes de zonas marginales, los coches bomba, las pintas, los folletos, indicaban que la violencia se iba a acrecentar. Y los otros, cállate, patético burgués. Había que participar en aquellos movimientos que buscaran respaldar a quienes defendieran la democracia, se pronunciaban algunos. Lo que debes saber es que ya les llegó la hora a los miserables traidores como ustedes, vociferaban los otros. Lo cierto es que Cecilia había visto muy poco a su padre y que había vivido en una adolescencia llena de lamentos maternales por las locuras del padre. Agitadores. Capitalistas. Terroristas. Vende patrias. Luego, las discusiones, las discrepancias, los grupos que simpatizaban con una ideología y los que se oponían. Los que estaban a favor de una purificación de la nación a través de una guerra civil, los que no creían en la violencia, los que tenían miedo, los que sembraban miedo. Después, las patadas y codazos con los que terminaban las reuniones. Javier Santa Cruz tuvo que cubrir más de una vez a Cecilia para que no le cayera alguna pedrada y tuvieron que huir a toda prisa de más de una manifestación que terminó en pelea. Se alejaron paulatinamente de todo ese ajetreo sin tener que consultarlo entre ellos. No hubo necesidad. Estaban muy ocupados en explorar sus sentimientos y cada cual guardaba, secretamente, la ilusión de que el mundo iba mejorar para ellos dos. Después de todo, Cecilia lo dijo una vez, el país se venía acabando desde que era niña.

Su mujer le había dejado una nota sobre la mesa junto al termo con el agua caliente y la latita de café. Había salido a cobrar una cuenta antes de que la clienta se vaya a trabajar. Iba a procurar volver rápido al cuarto, pero era seguro que no lo iba a encontrar. Después ella iría al almacén para intentar algo. Javier Santa Cruz bebió su café y disfrutó del silencio de la habitación. Percibió el olor a talco y leche de Guillermito. Lo extrañó. Vio la cuna y la cama de plaza y media en donde dormía con Cecilia cada noche de los tres últimos años. El roperito y las cajas en donde su mujer guardaba las ropas. La cocinilla de gas, la ollas pegaditas a los platos, los anaqueles de plástico en donde languidecían algunas legumbres, el televisor y el sillón huérfano que habían comprado en un remate. ¿Estaba bien todo? ¿Por qué esa mirada de lástima a su alrededor? El anaquel en donde estaban los libros y las cosas de la universidad, la fotografía que se habían tomado en la pileta de la facultad cuando todo parecía tan fácil. Masticó con pocas ganas el pan con mantequilla que le habían dejado y se sirvió otro poco de café. ¿Estaba arrepentido? Pensó en Guillermito. Recordó la noche en la que le dijo Javesh y no papá, sus manitos cuyos deditos se abrían y se cerraban llamándolo; pero ¿qué le pasaba a esa ternura paterna en mañanas como ésta? Cerró la puerta, le dio dos vueltas a la chapa y caminó con prisa para llegar al trabajo.

Nunca se lo dijo, pero esa noche, después de la noticia del embarazo y luego de dejar a Cecilia en la puerta de su casa, Javier Santa Cruz maldijo intensamente su situación. Se aterró: no quería se padre. Esa noche, apenas contuvo el impulso de regresar sobre sus pasos para pedirle que no tuviera al niño. Estaba molesto. Hubiera querido decirle que debía haberse cuidado mejor, que no era una escolar, que no por la puras era una chica universitaria, que todo se iba fastidiar por un arrebato de sentimentalismo o de irresponsabilidad. Sentado en el paradero de los ómnibus pasó algunas horas pensando en su paternidad. Por varios días ocultó la rabia que sentía contra Cecilia. Luego, poco a poco, su irascibilidad se fue atenuando. La actitud apacible de Cecilia y su practicidad para solucionar los problemas inmediatos como que adormecieron su secreto resentimiento. Tuvieron un baby shower organizado por algunos de sus compañeros de base. Es cierto que ya no había muchos porque la violencia los estaba disolviendo paulatinamente y, en verdad, ya no era muy seguro seguir estudiando. Margarita y Ricardo, los más cercanos amigos que tuvieron en la universidad, aun los siguieron frecuentando por buen tiempo. Por aquella época, los cuatro iban al cine una que otra vez, cuando había suerte y los apagones no lo arruinaban; luego tomaban un café en algún restaurante cercano y charlaban. Pero las cosas se fueron haciendo cada vez más complicadas para todos y, tal vez la violencia o el hecho de que las vidas de Cecilia y Javier se encarrilaran por otro rumbo hicieron que Margarita y Ricardo también desaparecieran de sus vidas. Cecilia a veces los mencionaba con algo de nostalgia, aunque jamás ahondó – al menos no delante de Javier – en las razones por las cuales se alejaron tanto de los amigos de aquella época.

Supo que había sido una bomba por el temblor repentino del piso, y el quejido sorpresivo de los vidrios. Carajo. Luego, hubo un silencio asustado y breve en las calles. Don Andrés, los demás trabajadores y los clientes de la mecánica palidecieron. Malditos terroristas. Entonces Javier Santa Cruz lo supo: la detonación había sido en el almacén del Pueblo. En todo caso sintió que algo se partía en su corazón y eso le fue suficiente. Luego se oyeron algunos disparos de fusil. Dios mío, disparos hechos a ciegas por esos soldaditos asustados. Por último, gimieron las sirenas trepidantes de las ambulancias y el aullido de los patrulleros. No puede ser. Tropezó con un montículo de piedra al lado de una zanja e hizo varios intentos para no caer, se sobrepuso ¿En qué momento había empezado a correr? Había doce cuadras que lo separaban del almacén. Siguió corriendo como si estuviera en otra dimensión. Cecilia, por favor. No sintió dolor cuando volvió a tropezar en la quinta calle y cayó aparatosamente, que Guillermito sonría; se levantó y siguió corriendo aun cuando vio que había sangre en una de sus manos rasguñadas, que me diga Javesh. Se secó las lágrimas con los puños de la camisa y comprendió que sólo lloraba sin hacer ningún gesto. Se imaginó a sí mismo corriendo desesperado: con la ropa llena de grasa de automóvil, el cabello pegajoso y los zapatos viejos. Se sintió miserable y corrió más rápido ¿Así terminaba todo? Cuando le faltaban dos cuadras para llegar al almacén, sintió el olor inconfundible de la pólvora y los químicos. Cecilia ¿Por qué no peleaste alguna vez conmigo y me dijiste cuán cobarde era yo? Estúpidamente callado, opaco, haciendo una vida juntos con resignación de mártir ¿Por qué no me dijiste que yo era un pendejo que te echaba la culpa diariamente con la mirada y con la actitud de padre sacrificado? Cuando llegó, vio que había nubarrones de humo denso y negruzco saliendo de un costado del almacén. Los soldados habían formado un cerco con sus fusiles y sus cuerpos alrededor de la construcción desde unos cincuenta metros antes. Los bomberos ya estaban subiendo algunos cuerpos en las camillas. Javier Santa Cruz trató de atravesar el cerco con la misma carrera con la que había llegado, pero el golpe de un fusil lo derribó violentamente. Se reincorporó a medias, buscó respirar, comprender lo que estaba viviendo desde hacía tiempo, lo que le podía tocar vivir a partir de esa misma mañana. Se sintió totalmente solo y desde el fondo de su propio abismo exclamó: - Mi hijo... mi esposa... por favor – no pudo evitar que su voz se quebrara. No quiero quedarme solo, Cecilia. El soldado no tenía más de veinte años y parecía tan asustado como todos. Vio como Javier Santa Cruz se reincorporaba con dificultad del culatazo. Una ambulancia comenzó a ulular anunciado su llegada. Los silbatos de los policías se sucedían atropelladamente. Cuando el recluta iba a golpearlo por segunda vez no pudo evitar encontrarse con los ojos locos y llorosos de Javier Santa Cruz. Entonces algo cambió en la mirada recelosa y asustada del soldadito. Se hizo a un lado para que aquel hombre consternado de traje de faena y con una mano sangrante pudiera pasar.

Un bombero alcanzó a decirle que aparte de los cuatro heridos que estaban subiendo, habían ya llevado a un policía muy grave y a dos mujeres, pero que no estaba seguro de la edad, aunque le parecían de cuarenta o más. Le gritaron que era mejor que vaya a ver si su hijo estaba en casa y que en todo caso tenía que recoger los documentos de identidad si quería que le informaran de algo en emergencias. Quiso gritar para saber más, pero había gente gritando por todos lados y policías empujando a todos. Terminó por quedar fuera del tumulto. Corrió a casa. Cuando abrió la puerta vio que Guillermito se llevaba una cuchara de papilla a la boca y que su rostro estaba enlodado con la crema amarillenta. Cecilia apareció desde la cocinita. Javier Santa Cruz la miró por un largo rato: su cabellera corta como cuando era estudiante, su rostro pecoso y algo sudoroso por el fuego de la hornilla. Se acercó a ella y la abrazó.

- ¿Estás bien? – preguntó ella, preocupada.

Javier Santa Cruz la abrazó intensamente sin decir palabra. Ella se dejó por unos instantes, pero luego llevó sus manos al rostro de Javier, lo miró a los ojos, luego lo auscultó como buscándole alguna herida. El cuerpo del hombre aún temblaba.

- Tuve miedo – dijo Javier Santa Cruz Después de unos segundos y con un tono de voz más controlado y decidido:

- Pero, ya no.

CUENTO

UNA RAYA MÁS AL TIGRE

Finalista en los Juego Florales de la U.T.P


Tráfico de mierda, exclamó Javier Zanabria: Isabel, mi amor, no te vayas a ir, yo voy a llegar, por favor, no te muevas, espérame. Que jodido está todo. Las luces del semáforo han terminado por confundirse en el vaho rojizo del crepúsculo, y la congestión del tráfico ya es definitiva, Isabel, cariño, ahora ya será en vano que los automóviles, los ómnibus y los policías armen el gran laberinto con sus bocinas, sus silbatos y sus señales: se jodió, me jodí, no voy a llegar a tiempo. La muchedumbre se alborota, se desborda en las esquinas, maldice, invade las pistas, se tropieza: Isabel, perdón por llegar tarde, el tránsito difícil, mi amor, eso diré, el gerente maldito, corazón, y tu academia tan lejos. Isabel, tú vas a comprender.

¿Pero qué se habrá creído el teniente? - gruñó para sí el cabo Juvenal Montero - ¿Qué puede gritar porque el rango? Ni hablar, carajo: y usted no se estaciona aquí, así es que mueva su carro antes de que lo multe, lo detenga y lo joda como me está jodiendo a mí el destino por la mala suerte de ser tan sólo un guardia. Está deprimido el cabo Juvenal Montero. Se repasa la mano por la frente grasosa, mira con odio al hombrecillo que, desde la ventanilla de su autito de mierda, me mira con angustia, puta madre, qué cara, pero igual que se vaya, porque yo ya tengo bastante con los problemas que me da la vida sólo por no haber tenido el dinero suficiente para cambiar de suerte ¿Verdad teniente? Y claro, cómo guapea usted cuando está de malas, sin importarle la edad ni la suerte del que se le ponga delante, y por supuesto que si yo hubiera tenido dinero tampoco sería guardia, tal vez ya sería Mayor, su Mayor, Teniente, y la vida sería otra cosa, y usted sería sólo un mocoso con uniforme: Teniente cabrón. Y a usted ya le dije que mueva su carro. Definitivamente hoy es un mal día, mala suerte con la vida, con el rango y hasta con el tránsito.

Está de malas el guardia, dedujo entonces Carlitos Bejarano: un taxista que ha recorrido una y mil veces todas las calles de esta ciudad difícil, y claro, con ello sólo he ganado recuerdos para la cantina, porque dinero, sólo para vivir, jefe, no sea malo, deje que me estacione porque tengo un cliente que se me puede escapar y usted sabe, cada billete siempre será bueno para sobrevivir. Mujer, sólo se gana para sobrevivir y esperar que los hijos crezcan y tengan mejor suerte. Jefe, no se pague conmigo porque la vida es igual de fregada para usted y para mí y seguramente para el tipo aquel que se desespera por subir a cualquier transporte que lo saque de esta locura: cómo si fuera fácil, jefe, por favor, por esta vez.

La noche se va definiendo en una bruma inexorable, y en el horizonte, el débil trazo rojizo de la tarde es una aleteo que se diluye más allá de la geometría grisácea de los edificios: Isabel, bonita - recuerda Zanabria - ¿En verdad me quieres? - suspira Zanabria - necesito oírlo una y otra vez, como si fuera un viejo bolero que sólo se escucha cuando se está enamorado o borracho, y el ómnibus que no viene, amor, y la hora que no se detiene. Tonto enamorado Zanabria: desesperado, celoso, agobiado, loco Zanabria. Los vehículos, como capturados en la urdimembre de una sórdida telaraña, aceleran intentando escapar, y rugen, y se quejan con bocinazos inútiles, porque el tránsito ya se jodió, carajo, maldice el cabo Montero, y otra vez, carajo; pero esta vez por este pendejo que no quiere mover su cagada de carro y que suplica, que no entiende, que no se da cuenta de que estoy con rabia, que lo voy a joder sólo por espeso, por llorón.

Por favor, jefe - ruega Carlitos Bejarano - usted comprenda, jefe, la vida está difícil, y complicada; deje que me estacione sólo un rato, jefe, y sí, es cierto, yo suplico, yo ruego, yo me humillo, mi cabo, porque, poco a poco, uno se acostumbra; Vamos, jefe, si todo está complicado, si la vida es complicada y jodida como este auto que se me desarma en cada esquina, pero usted entiende, mi cabo, igual hay que trabajar, para un frejolito y luego para otro, y no alcanza, nunca alcanza, siempre la sensación de que se está dando vueltas en la misma mierda, jefe, sin papeleta por favor.

Dos hombres recorren pausadamente la avenida grande. Caminan indiferentes a la desesperación de los transeúntes que, a esa hora, ya han desbordado las veredas. Uno es delgado y más alto que el otro, pero en ambos hay un gesto de ocultación que los separa de la corriente humana que, para entonces, avanza entre tropezones e insultos. El más bajo tiene el cabello lacio y descuidado. El paso desordenado y sonríe a ratos, como si estuviera nervioso; luego, como arrepentido, su rostro cetrino recupera el gesto anterior: insociable, frío e impasible. El más alto, en cambio, mantiene un aire como de solemnidad en cada gesto: el cabello corto, el rostro ceroso, la mirada inquieta detrás de unos lentes de cristales muy gruesos. Carga una mochila vieja con extremo cuidado, como si la protegiera de todo y de todos.

¡Carajo con el tránsito! El cabo Montero está sudando. Justo cuando me toca turno se arma esta cojudez, carajo con mi suerte sin fortuna, y ahora seguro que el Teniente se desquita conmigo. Y los silbatos que me joden y el chillido de las bocinas que ahora se extienden hasta el infinito. Como que todo crece y luego se debilita, y se esparce y se reagrupa. El hombre de la mochila a ratos mueve los labios como si repasara algún código secreto que no quisiera olvidar, y en los gruesos vidrios de sus anteojos comienzan a rebotar, como llamitas minúsculas, las primeras luces mortecinas de los faroles. Están cansados, nerviosos, tensos. Ambos parecen ejecutar la rutina de un ejercicio previamente memorizado. El más bajo mira de tanto a en tanto a su compañero como esperando alguna orden intempestiva. El gentío, mientras tanto, va y viene como un oleaje incontrolable y sordo. Isabel, estoy celoso, tu academia me vuelve loco, tu profesor es un imbécil y también me vuelve loco, lo odio: te llena la cabeza de cojudeces, te aleja de mí. Amor, espérame, no tendríamos que estar pasando por esta agonía si te quedaras conmigo para siempre, y te olvidaras de tu academia y de las huevadas que proclama ese tu profesor de mierda, porque yo soy mejor que ese miope idiotón, sabes, porque para vivir hay estar en la vida y no escondido entre los sueños, así pienso yo, amor, espérame, por favor, te amo. Hay un olor de fritangas que se extiende por todas partes y es denso, pegajoso, fundido con el humo negruzco y picante de los motores, y las luces de los autos y de los faroles como que van ganando nitidez en la proximidad de la noche definitiva, amor, perdóname. Apagón, carajo, Isabel no te asustes, quédate allí, espérame. La noche se fractura, se transforma en una cueva en donde vuelan miles de ojos brillantes. La gente se asusta, maldice, se alborota ¿Cómo es esto, Isabel? Yo no entiendo eso de no tener visión de la vida, y de cuándo acá me sales con esas pendejadas, Isabel, mi amor, perdóname, insisto, tu profesor me tiene cojudo. Y en verdad yo no entiendo por qué me tiene que pasar esto a mí ¿Por qué cuando estoy en servicio? ¿Y si me toca? ¿Y si acaso me llegó la hora? ¿Y si ahora mismo bajan de un auto con las metracas dispuestas? Y me queman, me matan, me dejan muriendo, mierda, Teniente, usted también se muñequea, no lo niegue, que lo estoy viendo desde esta esquina, asustado. Teniente, la muerte nos apareja: en esta vida la muerte es una mano que señala por igual a todos, qué vaina. Llegar a casa, Dios mío, llegar aprisa, despejen la pista carajo, si se me cruzan ellos les paso el carro ¿Y si disparan, y pierdo el control y el auto se estrella? Y luego mis hijos lo leen en el diario, y mientras lloran ya están pensando cómo harán para sobrevivir: jodido, mujer, siempre jodido, viviendo de prestado, con el corazón sujeto en la punta de un hilo muy débil, un día no hay plata, un día me roban el carro, un día una explosión me arranca las pesadillas, igual, mujer, la cosa es igual, un círculo un poco más grande, un poco más chico, pero igual. Hay un nudo de sombras y de luces que se encabrita en la intersección de la Colmena con Tacna. Las bocinas se gritan y los silbatos casi desaparecen apabullados por el desorden. Las luces de las tiendas son entonces mortecinas, débiles, moribundas en el triángulo de sus velas. El hombre más bajo se ha puesto tenso y mira a todos lados con ojos temerosos, mientras el de los anteojos gruesos descuelga la mochila cuidadosamente hasta depositarla en el suelo. Se reacomoda los lentes. Los peatones ascienden y descienden torpes, golpeándose entre ellos. El cielo es una bóveda oscura en donde un fragmento de luna se ensucia con nubarrones grisáceos. La mochila ya está abierta y, del interior, una espiral de humo emerge amenazante. El hombre más bajo mira asustado y luego busca la mirada del otro como pidiendo ayuda. Entonces un transeúnte, que se ha salido de la correntada de caminantes, vocifera desesperado, carajo, una bomba, terroristas, corran, puta madre, te dije que cubrieras, te dije que no pensaras en otra cosa, huevón, que si pensabas en algo distinto te quebrabas, te jodías, te morías. El río es ahora más caudaloso y ondulante.

Una mujer ha gritado y el policía: me llegó, Dios mío, cartuchera de mierda, ábrete, Teniente - con la voz quebrada – terrucos. Y Bejarano, te dije mujer, tarde o temprano siempre va a llegar el día en donde se acaben las carreras y las ruedas de este carro se planten para siempre. El más bajo ha sacado una pistola de la pretina. Los transeúntes corren y algunos abandonan sus autos. Tu profesor es una mierda con lentes amor, no le hagas caso corazón, tanta palabrería sólo para acostarse contigo, mi cielo. No me juzgues tan duramente, simplemente te quiero y no entiendo ni quiero entender que la vida tenga otras demandas o si a este país se lo está llevando el carajo, no me importa, ni a ti tampoco te debería importar, Isabel. El hombre que cargaba la mochila también empuña una pistola y ha disparado contra un policía que alcanzó a esconderse detrás de una pared desconchada. El más bajo ha gritado un quejido antes de caer, bien mi teniente, pero escóndase, no sea huevón. El humo en la mochila es intenso, Teniente, carajo, no se haga el pendejo, escóndase. Tantas vueltas y tantas angustias para llegar a esta avenida sin retorno. Cómo explicarlo, cómo saber que no la estamos cagando como siempre, como todos. Cómo verle la cara a la muerte sin sentirse cojudamente sorprendido. El estruendo de la explosión fue repentino, tajante. Una sucesión de gritos se acumuló detrás de la humareda. Un quejido múltiple de vidrios se extendió incontenible: ¿Entiendes, Isabel? Y tenía tanto que decirte hoy.

CUENTO



MONÓLOGO DE UN ILUSO
Te iba a dar un beso, gatita, y entonces tú alejaste tu carita de niña. Había transcurrido mucho tiempo de cortejo y tú, todavía, Gatita, negándote a una caricia. ¿Así fue? O se me siguen confundiendo las cosas tuyas con todas las otras imágenes que ahora se me agolpan infatigables y que confunden el norte y el sur de mis recuerdos. En todo caso sí recuerdo tu larga y ondulada cabellera haciéndole cosquillas a mi rostro; también el reflejo de tu piel cuando la noche se iluminaba con las luces envejecidas de siempre; también recuerdo eso. Recuerdo también la sensación de tu primer beso. Pero en verdad que las fechas en las que viví cada uno de esos momentos contigo, como que ahora se me enredan en las trampas de la memoria. Por ratos, me preocupa más este dolor que aumenta paulatinamente dentro de mí: hincándome, atormentándome, aun cuando no podría definir en qué parte exacta de mi cuerpo. Por momentos, parecen más la memoria de otros dolores y nada más. Sin embargo, cuando ya estoy casi seguro de entenderlo y de aceptarlo todo, el dolor se agazapa otra vez, muy adentro, en alguna parte secreta, preparándose para reaparecer. Ay Gatita, a ratos quisiera saber si es de día o de noche a mi alrededor, un poco para controlar aunque sea este tiempo gelatinoso que me ha tocado. Pero no tengo ganas de abrir los ojos, o tal vez ya no puedo hacerlo; en todo caso, como que ya no me importa tanto. Todo es tan flojo por momentos.Javier fue el mejor amigo que tuve, Gatita, ¿Te lo conté alguna vez? Seguro que sí. En cambio ¿Cuántas cosas no alcancé a contarte? Javier fue como un hermano y se tuvo que morir de esa manera tan insensata. Su rostro tumefacto, lo recuerdo; los restos de sangre reseca camuflando lo que antes había un rostro bello, lo recuerdo también; las piltrafas de su ropa disminuyendo su cuerpo. Javier, mi amigo. Estabas tan abandonado, tan solo y desamparado sobre aquel piso envejecido y frío del hospital; sin embargo, no podía sacarte de allí porque la policía no quería soltarte aún. A pesar de haberte matado, todavía querían retenerte un poco más. Javier ¿Valió la pena? Nunca te lo confesé, pero me cagaba de miedo ser tu amigo porque eras un loco terruquito conspirando contra el sistema y mira lo que obtuviste; tu premio, carajo: una fosa rústica al pie de una roca muy grande, en el cerro más pobre de la ciudad y apenas una cruz de madera que plantamos muchos días después los pocos amigos que se atrevieron a ir. Javier, he visto que la luz rojiza del crepúsculo le cae de lleno a tu sepultura cuando el cielo está despejado. Desde tu sitio, sabes, se puede ver una panorámica inmensa de Lima. Te vuelvo a preguntar: ¿Valió la pena? Javier, a mi manera, yo me he preguntado tantas veces lo mismo sobre mi vida... Ay, este dolor, amigo, que ha regresado y a pesar de que por momentos es intenso e insufrible, al menos me hace sentir vivo; lo suficiente como para seguir buscando más imágenes de ese tiempo en donde ya se delataba mi condición de errabundo. A veces siento que mi cuerpo quiere agitarse y creo que no sólo es por el miedo natural al dolor, sino a todo lo desconocido que empieza a presentir; sin embargo – así es desde hace tanto - todo pasa lentamente y, otra vez, me quedo con mucho espacio para recordar.Sabes, amigo, sigo pensando que ese tiempo fue el mejor, aunque ya no sé si ahora eso tiene importancia. Recuerdo un racimo de botellas sobre la mesa, el humo azulado que distorsionaba a los fantasmas de cada noche, las horas bohemias que fuimos amontonando día tras día. Javier, veo las mismas cantinas, vuelvo a escuchar las conversaciones políticas y vuelvo a exclamar lo mismo: salud, Javier, salud por tu poseía que desde siempre – te lo confieso ahora – me importaba un carajo porque no la entendía: convéncete que salvo el presente todo es ilusión. Puta madre, Javier, deja tus ideales políticos en la puerta y chupemos hasta el final. Querido amigo, más bien, busquemos mujeres, en lugar de indagar por las causas que han llevado a este país a su miseria constante. Esas son huevadas, Javier, abstractas y cojudas, y, sin embargo, eso era lo que te apasionaba: buscar la verdad ¿Qué buscaba, yo?, Javier. Que triste, acabo de sentir mi lengua y mejor no la hubiera sentido porque me ha parecido un trapo húmedo que no puedo manejar. Gatita, sé que hay gente cerca de mí, demasiado cerca, murmurando cosas sobre mí destino; hay otros que están curioseando entre las cosas de mi habitación. Quisiera pedirles que me ayuden a despertar porque seguro que están mirándome con pena y eso todavía me rebela; pero me da tanta pereza intentarlo.Papá me había alzado muy alto para que pudiera ver el desfile militar: primero muchas cabezas grasosas y luego aparecieron todos los uniformes del mundo destellando muchos colores marciales, avanzando en orden; de pronto, todo se desmoronó y se hizo oscuro porque mi papá se había caído y alguien lo insultaba porque estaba borracho. Un uniformado lo agarró por el cinturón y se lo fue llevando como una marioneta descosida y yo no lloraba sino que los seguía en silencio aunque muy asustado: ¡Borracho de mierda! Siempre creí que alguien se lo había gritado muy cerca de mí. Ahora casi estoy seguro de que fui yo quien lo masculló: siempre te voy a odiar, papá. Tu mano grandota e hinchada, tu olor fermentado, tus bigotes pequeñitos tirados a lo Pedro Infante: una imagen que sólo imagino en blanco y negro; más o menos como te recuerdo a ti: un individuo anodino que sólo vivías para marchar temprano al trabajo, beber con los amigos por las tardes y llevarme al cine algunos sábados o al parque para patear contigo una pelota de plástico. Te gustaban las películas en donde cantaban rancheras y a mí me tenías podrido con las letras de esas canciones. La tardes no era tan malas cuando íbamos a ver películas sobre la segunda guerra mundial o de luchas con Bruce Lee. Papá, jamás pudimos hablar de nosotros y, sin embargo, fuiste un padre promedio ¿Entonces porque tanto odio? ¿Nací así? ¿Tan inclinado al rencor? Papá, me duele, me duele mucho y quisiera ser muy chico para buscarte en tu cama grandota de esposo abandonado y decirte que ahora me duele bastante y que tengo miedo, como cuando me quedaba solo en el cuarto durante horas esperando que llegaras de la cantina y te pusieras a llorar junto a la mesa con una ultima botella de licor. Te odiaba, papá, pero al menos tu presencia olorosa de alcohol me llenaba las primeras noches sin mamá. Ahora, ayúdame otra vez, por favor y sácame de aquí, no solo de esta soledad que me abruma, sino de este frío que me está congelando, en verdad y literalmente el cuerpo, principalmente me está congelando los dedos de los pies, luego las piernas: como si fueran de hielo y, Gatita, ese frío está trepando lentamente por mi sexo que, en verdad, tampoco siento. Por ratos, no siento nada de mi cuerpo; pero tengo la reminiscencia de que mi miembro está allí: ahora inútil, en total orfandad, convertido en un pequeñito garfio intrascendente y básicamente sin ti. Gatita ¿Qué pasó? ¿Por qué lo hiciste? Es decir, yo sé que una mujer obra de esa manera sólo cuando ya se han roto las cadenas de los sentimientos y eso tiene que haberte tomado mucho tiempo ¿Cuando fue? ¿Importa, en verdad?
Ay, gatita, ahora siento que hay más gente en la habitación y hasta en la puerta. Algunos me auscultan con pericia de médico, tan pegados a mi rostro que creo sentirles su aliento a cebollas y cigarrillo, y todo esto me produce mucho asco. Gatita, siento que me están invadiendo y que a lo mejor están cogiendo mis libros y las cartas que me escribiste y las cartas que nunca alcancé a enviarte. Quiero decirles que se vayan todos al carajo. Váyanse ¿Lo he dicho? Lo dudo. Sé que mi cuerpo ya no me hace caso, que se canso de mí y, definitivamente, de mi maltrato.Gatita, quiero confesarte – ahora que todavía creo manejar algunos espacios de mi conciencia – que no fueron auténticas todas las palabras que decía sobre el amor que sentía, eran las cosas obligadas que tenía que inventar para satisfacer el corazón de una mujer como tú a quien, sin embargo, necesitaba tanto. Una caminata bajo la lluvia, siempre tomados de la mano y luego un beso y unas palabras de amor en el oído. Gatita, había que inventar emociones y adornarlas con frases. ¡Siempre tan complicado todo! Y seguramente tus instintos ya se habían dado cuenta y, quizás, esa fue la razón por la que rompiste tus principios de buena mujer y te marchaste, a lo mejor. Un ramo de flores por la fecha en que nos conocimos y una lágrima tuya porque siempre había una señal en mí que delataba ausencia. ¡Qué más querías! Un poema de Neruda transcrito en papel transparente. La frustración de un corazón como el tuyo. Claro que te amo. Entonces, las largas horas en donde me obligabas a explorar nuestros sentimientos. Luego tu pena que iba creciendo lentamente. No obstante, tienes que saber que tu existencia me era indispensable para vivir. Contigo podía escapar de todo lo demás: cerrar los ojos, taponar los oídos y vivir exclusivamente en el mundo de nuestra cama y en el contexto de tu olor. Ay, Gatita, todavía siento dolor, aunque reconozco que ya es un dolor un tanto más lejano que navega como recuerdo leve en mi memoria. Pero quisiera que seas tú la que me tomara de la mano a esta hora y hasta quisiera sentir – si todavía se pudiera – la tibieza de tus lágrimas cayendo sobre mí para redimirme de esta pena que me sigue acompañando. Han abierto las ventanas y algunas personas deben haber salido al corredor porque se siente algo de brisa. Es muy raro sentir que se congelan las piernas y, sin embargo, estar acalorado. O sea que hasta aquí me persiguen las contradicciones, ¿Eso me dirías ahora, Javier? Que yo vivía complicado entre esas ambivalencias que – según tú – me convertían en un lastre incluso para mí mismo. Javier, tal vez a ti te fue mejor porque la muerte te llegó tan heroicamente como alguna vez me la habías descrito. ¡Mierda!, Javier. No te lo creeré nunca, porque las cosas en el país no se movieron un pelo después de ti. Las vueltas de siempre y la sensación de no ir a ninguna parte ¡Mierda, Javier! Tú tenías más obligación de vivir porque te gustaba la vida: respirar, dormir, despertar y sentirte mejor con las cosas en las que creías. Yo no pude creerlas, no quise creerlas, no me importaba creerlas. ¿Sabes que la Gata se enamoró de ti? ¿Nunca te diste cuenta, en verdad? Tenía que suceder, claro: eras tan embriagador con tus palabras, tan apasionado con tus ideas revolucionarias, tan transparente con tus gustos literarios, tan llamativo con tu barba tipo Che Guevara. A veces me pregunto si al final de tanto andar, habría sido mejor que tú me la hubieses arrebatado y, quizás, con los años, hubieras mandado al carajo parte de tus ideales políticos. Seguro que ahora seríamos enemigos y yo viviría alimentando disciplinadamente un intenso rencor. Tú ahora serías una especie de intelectual progresista un tanto más común y tendrías que trabajar para mantener a tu familia, y yo, me burlaría de tu mediocridad. Pero, carajo, estarías vivo, Javier, y disfrutarías del sabor quemante de un trago y tendrías acidez por las mañanas y le harías el amor a la Gata y yo no me hubiera quedado tan huérfano de emociones. Caray, Javier, no quiero dejar de pensar porque – la verdad – tengo miedo, mucho miedo. A ratos, me siento tan fatigado que quisiera abandonarme, pero me aferro, con la desesperación de un moribundo, a estas últimas hilachas de pensamientos e imágenes. Ahora siento que hay una mujer que no reconozco que gimotea en alguna esquina del cuarto y que otros la están consolandoUna tarde me llegó la noticia de que mi papá había muerto y se necesitaba de alguien que se hiciera presente para los trámites. Cuando me enseñaron su cuerpo, me quedé un buen rato mirando su rostro ceroso y sin vida, enmarcado en el fondo gris de la camilla. Vi los trazos que la muerte había dibujado imperturbablemente en su piel. Hacia años que no lo veía y hacia meses que él ya no me escribía ninguna nota de reconvención. Papá, muchas veces quise reconciliarme contigo, pero había ese algo en mí que siempre me alejaba de lo correcto y que me envolvía en el vaho del abatimiento y la Gata también se cansó de esperar mi madurez y, entonces, sólo encontré la clásica nota sobre la mesa. Me abandonó a finales del verano y no quiso dejarme ninguna cosa que me hiciera recordarla. Tuvo la paciencia de llevarse todo lo que era de ella y dejarme todo lo poco que era mío. Mucho tiempo después, aún seguí buscando entre los cajones, anaqueles y hasta en los peines olvidados en algún saco, al menos la hebra de un cabello suyo para llorar junto ese símbolo, pero la Gata creyó que eso sería alimentar un poco más mi compulsiva autodestrucción. ¿Qué hiciste con mamá, padre? ¿Por qué nos abandonó tan abruptamente como quien huye desesperadamente de una prisión? Una tarde abrimos la puerta y tú supiste que ella ya no estaba. Sin embargo, mamá dejó demasiadas cosas para recordarla; pero tú, Gatita, hasta en ese último gesto fuiste tan duramente objetiva para conmigo. Tal vez si Javier hubiera estado vivo en aquel tiempo me hubiera ayudado a buscarte, porque, después de todo, él era un romántico a su manera. Javier nunca hubiera disparado contra nadie porque amaba la vida. Carajo, no tenían por qué hacerle eso. Javier era tan sólo un iluso que buscaba un mundo mejor y no encontró otra manera mejor que pintar paredes y gritar sus esperanzas a quien quisiera escucharlo. Sin embargo todo ya estaba tan de cabeza en el mundo y la muerte era una mano que nos tocaba en cualquier esquina. Puta madre, Javier. Te arrastraron desde la universidad y te mataron simplemente. Lo siento, sigo pensando que todo fue en vano y que fuiste un idealista huevón que me hace tanta falta ahora. ¿Cómo fueron los días sin ti, mamá? Duros. Con amaneceres húmedos y con una opresión constante en el alma que me anulaba la posibilidad de disfrutar plenamente de los buenos momentos. Te extrañé por mucho tiempo, aun cuando los rasgos de tu imagen ya se me habían borrado y sólo me quedaban tus fotografías tan inevitablemente ajenas. Pero uno se acostumbra ¿Cierto, Javier? A las bombas, a las balas, a las muertes estúpidas, y luego, otra vez, a las ilusiones de un mundo nuevo, pero sin ti, Gata. ¿Fue tan fácil abandonarme? ¿Algo así como anular el conducto de los sentimientos? Y luego escapar de un hombre que se estaba cayendo lenta, pero irremediablemente hacia un abismo muy oscuro. En verdad, ya no importa mucho saberlo. Después de tanto tiempo, voy dándome cuenta que, ahora, no me importan las respuestas, sino tan sólo recordar - apresuradamente – todas las imágenes que pueda capturar antes de olvidarlas para siempre.
Ya no siento dolor. Es como si por fin se hubiera detenido ajetreo en mi alma. Entiendo que es un doctor el que me ha puesto su estetoscopio en varias partes de mi cuerpo y que ahora está moviendo la cabeza para confirmar que ya nada puede hacer. Varias personas que no recuerdo lloran, y creo que alguien maldice desde la puerta. De verdad que ya no siento nada y por fin una sensación de apacibilidad va invadiendo los resquicios activos de mi mente. Siempre pensé que la muerte era algo definitivo que se llevaba la conciencia total, pero resulta que para mí es como lento desvanecimiento de la vida. Por fin todo va dejando de ser angustioso y, lo que me parece raro, es no haber soltado ese ultimo suspiro en donde dicen que se va la vida. Alguien pide que me cierren bien los ojos y otro exclama que deberían llamar a un sacerdote. Sólo entonces comprendo – antes de rendirme por completo- que ya había empezado a morir desde hacía tanto tiempo.

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Narrador por vocación, periodista ocasional. Ejerce la docencia en Lengua, Literatura y Redacción Básica y Superior. Ha publicado libros de cuentos como "Epistolario de Javier" (2006), “Lima a tientas“(2012) y "Cuentos de la ciudad" (2014). Además de otros académicos como el libro sobre gramática "La magia de las palabras" (2004), "Ortografía para todos" (2007), “Ortografía breve, escritura fácil” (2013). Colaborador para revistas y periódicos. Ha desarrollado talleres de Creación Literaria para el Museo de Bellas Artes de Lima, Asociación Peruana de Investigación Social. Asimismo, fue miembro de la Comisión Organizadora del Primer Encuentro de Escritores Peruanos en Madrid, España. Actualmente es director de “Punto y Coma Consultores”. Ha sido premiado en concursos como "Las mil palabras" de la revista Caretas y en el concurso "Julio Ramón Ribeyro" de Lima y los Juegos Florales de la UTC.